Camino hacia mi casa en el barrio del Ensanche de Barcelona. Es un día de invierno. Hace frío, un frío que se te mete en los huesos. Faltan diez días para Navidad. En las calles se ve mucho gentío escudriñando en los escaparates. Dentro de las tiendas todavía hay personas decidiendo qué regalo van a comprar a su novia, hermano, amigos, pero yo sólo tengo ganas de llegar a casa, hacerme un plato de sopa caliente, recostarme en el sofá y cuando empieza a vencerme el sueño, acostarme.

Vivo solo desde hace más de veinte años. Mi madre, que murió el año pasado con ochenta años me decía que no debía estar solo, que tenía que buscar compañía. “Eres taciturno y demasiado serio y vas a envejecer sin saber lo que es el amor”. Ella siempre me aceptó como soy y me ha querido de verdad.

Nací en un pueblo cercano a Valencia. Mi padre era guardia civil, con un carácter autoritario, recto y chapado a la antigua, para el cual tener un hijo gay era una deshonra. (Sí, soy gay y no es una enfermedad, ni una desgracia, ni nada parecido). Siempre con sus humillaciones y sus burlas; yo intentaba reprimir mis sentimientos, para que no se enterara.

Cuando tenía diez años lo supe por primera vez, pero tenía miedo a confesarlo, ni siquiera a mi madre, que ya empezaba a sospecharlo, aunque tampoco me alentó a confesar mis sentimientos…, supongo que querría darme tiempo.

A los quince años, mi padre me obligó a confesar semejante aberración y me llevó a un psicólogo para ver si con tratamiento podía cambiar mis instintos sexuales. En el momento en que se percató de que no funcionaba así, empezó con sus descalificaciones, tales como: nenaza”, “maricón de mierda”. Creo que todo eso hizo que me encerrara en mí mismo tras un caparazón invisible.

Dejé de ir con los chicos por si se burlaban de mí, ya que oía los murmullos por los pasillos del instituto cada vez que me veían llegar; sus risas ¡cuánto me dolían!

A los dieciocho años me fui a vivir a Terrassa, donde tenía una tía viuda, que vivía sola. Ella se hizo cargo de mí, me buscó trabajo, me cuidaba como a un hijo. Nunca recibí un solo reproche por su parte. Creo que sabía lo de mi condición sexual.

Al cabo de dos años trabajando en una fábrica textil como operario logré ahorrar y me independicé de mi tía. Me convertí en un hombre solitario. Alquilé un pisito y me volqué en la lectura, cada vez que tenía un momento libre: devoraba cada libro como si fuera el primero; pienso que era porque cada historia que vivía a través de ellos me evadía de mi triste realidad.

Al cabo de un tiempo decidí que, en cuanto pudiera, tendría mi propio negocio: una librería. En diez años reuní un pequeño capital para poder abrirla, pero Terrassa no era suficiente: quería vivir en Barcelona, ciudad cosmopolita en la que nadie me conocía y podría ser como quise ser siempre.

Así pues, un día recogí mis cosas de aquellas cuatro paredes y marché a Barcelona, donde encontré un local pequeño, pero aceptable; arriba tenía un piso para vivir, y aquí es donde sigo.

Es verdad que fue difícil al principio pero fui ganando clientela. En cuanto a mi vida personal, tuve mis aventuras pero ninguna me llenaba, o a mi pareja no le llenaba yo. Encontré buenos amigos que no me juzgaban, pero después de cenar o tomar alguna copa en un bar, volvía a casa solo a pasar mis noches de la forma más aburrida que una persona pudiera soportar, hasta el punto de hablar solo y acabar ebrio en una esquina del sofá.

Llegó el verano de 2010. Entonces conocí a Fer, “el amor de mi vida” -pensé en cuanto comenzamos a vivir juntos. Mi madre no llegó a conocerlo debido a la distancia y el trabajo. Nuestro amor sólo duró unos meses. Fue intenso, especial; vivíamos en perfecta sintonía, pues las deficiencias de uno eran las cualidades del otro y nos complementábamos.

A Fer le gustaban las motos, pasábamos muchos domingos recorriendo diversos parajes de la provincia de Barcelona, dónde disfrutábamos del encanto y la gastronomía local. Recuerdo un viaje que hicimos al Pirineo, concretamente a Puigcerdá, cercana al pueblo había una estación de esquí, donde me enseño a esquiar. Al regresar al hotel disfruté del sexo sin temor ni complejos mientras fuera nevaba y los copos iban cayendo tras los cristales de la habitación, formando un suave manto cual de una nube impoluta se tratará. Un marco perfecto para abarcar una noche perfecta.

Así fue cada día hasta que llegó el aciago día.

Se acercaba el verano de 2011; los árboles florecían y los frutos empezaban a asomar. Como hacía buen tiempo, Fer fue a trabajar con su moto. Recuerdo que nos despedimos con un largo beso sin saber que ese sería el último. Murió en el acto en un accidente de tráfico. Sentí un dolor tan grande que creí morir. Una vez más, el destino o la mala suerte me empujaba a la soledad, a encerrarme en mi cascarón como cuando era joven, a la bebida y a mi descuido tanto personal como profesional.

Estuve a punto de perder mi negocio, pero gracias al tesón de mi madre y al apoyo de mis amigos logré sobreponerme, no sin un gran esfuerzo para adaptarme a mi nueva situación. Se sucedieron así muchos días. Meses. Años.

Llegaba la Navidad del 2015 y un día apareció en la librería un hombre de unos cuarenta años, preguntando por un libro (La Templanza de Maria Dueñas), un ”best seller” que había vendido mucho durante esos meses. Me sonrió; era como un ángel. Sentí una punzada en mi pecho y mi corazón se puso a latir con fuerza. Me gustó pero no quería demostrar mis sentimientos.

Él simplemente comentó algo de la autora y mantuvimos una conversación. Aunque noté cierta mirada de complicidad, no me atrevía a abordarlo para tomar un café y seguir charlando; tenía miedo al rechazo, a la vergüenza. Se marchó.

Me maldije por no haber sabido retenerle. Pensé que no volvería a verlo. Llegaba otra Navidad en la que iba a estar solo.

Tras este episodio, y cuando pensaba que antes de empezar se había terminado todo, mi ángel entró en la librería. “Esta vez sí le preguntaré su nombre y le invitaré a un café” -pensé. Empezamos a conversar acerca de los gustos literarios de cada uno y descubrí que hacía un par de meses se había mudado al barrio. Conforme hablábamos noté algo de dolor en sus palabras. Tal vez le ocurriera algo similar a mí, en su juventud. Mientras estaba envolviendo para regalo el libro que había decidido comprar, noté un leve roce de su mano.

Era hora de cerrar el local. “Ahora o nunca” -pensé, y supe que era el momento de vivir mi vida, la que tanto había ansiado durante tanto tiempo. Sabía que nunca olvidaría a Fer, pero que tenía derecho a una segunda oportunidad. Le había guardado luto durante mucho tiempo, pero era hora de reaccionar.

En ese preciso instante supe que esta Navidad sería distinta y que conocer a Fabio era el mejor regalo que hubiera podido tener.

 


Amparo Mir nació en Gandia, provincia de Valencia.

Siempre ha sido apasionada de la lectura y escritura, especialmente del terror y de los thrillers policíacos, aunque disfruta de cualquier tipo de género.

Desde pequeña ha escrito cuentos y canciones fantaseando en que algún día vería publicado alguno de sus relatos.

Finalmente decidió “dar el salto” de autopublicar su primera novela, Almas de papel, que se distribuye a través de El Corte Inglés, La casa del Libro y Amazon (en versión para Kindle, Lantia y Fnac). Además, ha escrito relatos cortos, tales como “El vecino del 3º A”, y actualmente está terminando su segunda novela.

Según nos cuenta, sus autores/as favoritos/as son: Stephen King, Isabel Allende, Carmen Posadas y Almudena Grandes. Mi libro favorito: El alquimista.

 

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