-Una vez fui hermosa, ¿sabe? -me dijo y esbozó una sonrisa a medias desdentada. Nadie que la hubiese visto en su estado actual podría haberlo supuesto, al menos no sin esfuerzo. La piel que otrora fuera nívea como copos de nieve ahora luce reseca y ajada. Aún tiene ojos jóvenes… cansados, pero jóvenes.

-Una vez fui hermosa… Mi familia era rica, o al menos eso era lo que yo pensaba porque podía ir a la escuela y no necesitaba trabajar como muchas de las chicas de mi edad. En esa época poder estudiar era un lujo… Vivíamos cerca del Cerro San Bernardo, en Salta -agregó, y sus ojos se alejaron de mi para escaparse con las aves que cruzaban furtivas del otro lado de la ventana lejana. Aguardé un par de minutos a que continuase con su relato temerosa que una interrupción que pudiese cortar lo que fuere que tuviese por decir. Necesitaba conocer la verdad, SU verdad.- En esa época no existían los carritos esos con los que te suben ahora… ¿cómo se llama? El tele.. tele…

-¿El teleférico?

-Sí, sí, eso. En esa época si uno quería subir a alguno de los cerros había que hacerlo a pie -comentó y sonrió nuevamente.

-Cuando era joven todas suspirábamos por venir a Capital ¿sabe? -me dijo, y su mirada se plagó de una amargura que desmentía su sonrisa-; pensábamos que venir ‘A Buenos Aires’ era lo mejor que podía pasarte. La que efectivamente lograba hacerlo (así fuera a trabajar) volvía luego al pueblo y se pavoneaba frente al resto contando las maravillas de la Gran Ciudad. ¡Qué tontas éramos! -dijo, acompañando sus palabras con un gesto de negación de su cabeza, como si no pudiese creerlo-. Mi mamita solía decirme que no hacía falta que me viniese para acá, que podíamos buscar dónde bailar allá -explicó, con la mirada ausente y la voz como un susurro lejano, casi inaudible- pero yo quería… quería bailar… lo deseaba tanto… -y sus ojos destellaron como si volviese a ser aquella joven-. Aún me parece que escucho los aplausos y el fru fru del tutú con cada giro, y los pasos callados en el escenario… Una vez fui joven y hermosa, y bailé y volé como las aves… -siguió, agregando a cada palabra más y más velocidad y vehemencia hasta cortar abruptamente su relato y una lágrima escurridiza y tímida afloró de uno de sus ojos.

-Pero eso fue hace mucho… cuando todavía no sabía lo que mi madre sabía, lo que pareciera que todos sabían: que no tenía idea de cuán malo podía ser el mundo y cuánto podían llegar a estar de alejados mis anhelos de la realidad -dijo, sus ojos de repente parecieron muertos, acordes al color amarillento de su tez maltratada.

En el lugar y la hora en que nos habíamos encontrado casi no había ruido, con lo cual su voz sonó más fuerte al alzarla y llamó la atención de un guardia, pero decidió hacer caso omiso y siguió sin intervenir. A fuerza de favores había logrado que se nos diese algo de privacidad.

Mi interlocutora respiró hondo, sorbió un poco de agua, volvió a inhalar y exhalar con esfuerzo emitiendo un silbido áspero en el proceso.

– Meses atrás había escrito a una publicación que vi en el diario y me había llegado una confirmación por carta para presentarme en una audición para formar parte del ballet del Colón, acá en Buenos Aires. En esa época no era como ahora -aclaró-, no existía eso de la internet y esas cosas que se usan ahora. Las novedades llegaban por carta, o si tenías suerte por teléfono (si es que podías darte el lujo de tener uno), o si vivías en alguno de los pueblos te enterabas por la radio, o una vez a la semana o cada quince días por el diario… Pero nosotros vivíamos en el centro, casi -me explicó-. Era ¡mi gran oportunidad!. Si llegaba a quedar por fin iba a lograr lo que siempre había soñado. Mi mamita no estaba de acuerdo, no quería que viniese, me decía que la Ciudad (así con mayúsculas) no era para nosotras, que podía armar un estudio y dar clases allá, armar un ballet local en todo caso o hacer algo más cerca… -recordó, con un tono cargado de remordimiento mezclado con algo más que no podía terminar de descifrar- pero una era joven y estúpida, e ingenua… tan ingenua… -dijo casi con desprecio-. Me puse feliz y confirmé mi asistencia. Creí en todo lo que me escribieron. Me compré la idea de que efectivamente me iba a volver famosa bailando e iba a recorrer el mundo…

-Como mi mamita estaba en desacuerdo y no podía pedirle dinero a mi padre, juntar para comprar el pasaje para Buenos Aires fue difícil. En esa época las señoritas de bien no trabajaban, y como no soy hombre tampoco podía encontrarme una changa de canillita, ni albañil ni nada… ¿vió? Pero de a poco lo fui consiguiendo; hasta empeñé la cadenita de oro que me habían regalado para mis quince. Irme iba a ser todo un escándalo pero desde mi perspectiva era lo mejor que podía pasarme, lo único que valía la pena hacer, así que me fui. Casi en un abrir y cerrar de ojos me encontré con las maletas hechas, sintiéndome casi superior: sintiéndome especial. Creía que la ciudad se iba a abrir de piernas para mi… y al final la única que acabó abriéndose de piernas fui yo -dijo, casi burlonamente. Suspiró, a medio camino entre la nostalgia y la desidia.

-El viaje en tren fue largo… Cerros, bosques, caminos, llanuras, los paisajes se iban sucediendo como en una película interminable, uno tras otro, del otro lado de la ventana. Gente con gallinas, con valijas, con niños pequeños, hombres solos, viejos, señoritas. Gente de lo más variopinta. En esos trenes había vagones para la gente común, salón comedor y camarotes, y yo había conseguido un pasaje para uno de estos últimos, así que no me molestaron. Aunque, la verdad, así lo hubiesen intentado estaba tan feliz que no me hubiese dado cuenta. Era mi gran aventura. Me sentía que flotaba en una nube vaporosa como algodón de azúcar ¿vió? -me dijo-. Había metido en la valija mis mejores ropas, esas que uno guarda para los domingos y las fiestas. Iba con un vestido a lo Jackie que mi madre me había mandado a hacer poco antes para el casamiento de una de mis primas. En esa época se había puesto de moda, con el tocado y los guantes al tono. Todavía me acuerdo: el conjunto blanco, los zapatos de raso, el tocado ligero con un pequeño velo que caía sobre mi rostro. Mi cabello a medias atado balanceándose a medias libre: me sentía una mujer… ¡Qué niña era en realidad! -dijo, y la sombra de la pena atrevesó nuevamente su mirada.

-En Salta yo me creía importante porque no era de las que tenían que salir a trabajar de muchacha cama adentro, me sentía rica, y pensaba que la ciudad en que vivía distaba mucho de ser un pueblo, pero cuando llegué a Buenos Aires me di cuenta de lo equivocada que estaba: el ritmo de la Ciudad poco tenía que ver con aquel que llevábamos nosotros: las calles estaban atestadas de gente ya entonces, el ruido, la cantidad de casas… Todo era… nuevo, brillante, ¡mágico! Bajé del tren y esperé hasta que pude colocar todas mi valija a un costado. No había venido tan cargada, pero las valijas de antes no son como esas de ahora que tienen rueditas y se las puede llevar a todos lados muy cómodamente… No, había que hacer fuerza para llevarlas a cuestas -comentó, recordando.

-En su momento, además de haber confirmado la asistencia a la audición, había buscado en las Páginas Amarillas lugares para quedarme, así que se suponía que tenía un hotel reservado y alguien iba a ir por mi a la terminal, con lo cual miré a un lado y al otro buscando…, no tenía idea de cómo luciría la persona pero en mi estúpida inocencia casi campesina asumí que seguramente sería alguien de fiar. Al rato apareció un hombre con un cartel con mi nombre que caminaba y miraba cada tanto por encima de su hombro como si temiese que alguien lo estuviese siguiendo. Supuse que el gesto sería simplemente maña de porteño, así que lo dejé pasar sin sospecha -afirmó-. ‘¿Señorita Costa?’, me preguntó. Respondí afirmativamente contenta de pensar que quizás no me veía tan provinciana como me sentía en ese momento, juntó mis cosas y, cogiéndome de un brazo medio a los empujones, me guió hasta un auto. Por un momento sentí escalosfríos. Algo en mi me dijo que tal vez no era tan buena idea subirme… No tenía referencias del lugar ni de la persona pero… pero al mismo tiempo en mi omnipotencia juvenil (o mi estupidez) quise creer que como yo les había escrito a la dirección que figuraba en las Páginas Amarillas no había forma de que no fuese un lugar honesto, no había razones para desconfiar… ¿o sí? -me confesó.

-Subí al auto en la parte de atrás. Las puertas hicieron un chasquido extraño al cerrarse. Puso música. Distraída empecé a mirar por las ventanas, maravillada por los edificios. La gente parecía no verlas pero para mi las grandes esculturas arriba de cada uno me parecían increíblemente hermosas. Mármol por todos lados, calles anchas con arboledas altas y los jacarandás florecidos… -comentó-. Después de mucho rato, caí en cuenta que aún no habíamos llegado y tenía la sensación de haber cruzado media ciudad. De haber estado en Salta ya la habría atravesado de lado a lado en esa época. Le pregunté si sabía la dirección del hotel y me dijo que iba a llevarme ‘a mi destino’. Aún hoy recuerdo el tono casi profético de esas palabras. ‘Mi destino’. ¿Cómo iba a saber yo que la 9 de Julio ya había quedado muy lejos de donde estábamos y que no iba a pasar nada de lo que había soñado? Más que al Paraíso de las bailarinas había ido a postularme para bailar en el Infierno -afirmó, y su cuerpo se estremeció.


Carla Lincevich es una bibliófila. Desde chica amó los libros y la literatura. En sus propias palabras: “los libros se fueron convirtiendo en un puente a la reflexión y la fantasía. Marcaron toda mi vida. Han sido los generadores de afinidades con otras personas y, curiosamente (o no tanto), a través de esas afinidades literarias, encontré el amor. Los libros han sido el remanso donde descansar mi alocada cabeza y el vaso de agua para mi mente con sed. En cierta forma, como sucede con el hilo de Jane que se une al de Ender en Los hijos de la mente, el hilo de las tramas de los libros terminó uniéndose a los hilos de mi esencia”.

A los 16 obtuvo el tercer puesto en el concurso “Ricardo Rojas” por su improvisación “Memorias”; en el 2011, el primer puesto por su improvisación “Aquellas que no se ven” en el concurso organizado por la revista digital y taller literario Forjadores.net; y en el 2016, fue invitada a publicar uno de sus cuentos (“Mamá”) en el libro Yo, Lector, de la Lic. Prof. Silvia Mateo.

Ha sido ayudante de cátedra en los talleres de Expresión Oral y Escrita I y II de los profesorados de Biología e Historia del Instituto Superior del Profesorado “Joaquín V. González” y fue la impulsora de la creación de la sección de Narrativa Libre, que actualmente coordina, en el diario digital Terminal de Noticias, del cual es editora general.

Foto y redacción: Carla Lincevich

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