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El día que murió mi abuela

Eran las seis de la mañana del 12 de enero de 1996. Estaba yo en casa con mis primos -dormíamos profundamente- cuando el grito desgarrador de mi madre nos anunció que mi abuela había pasado a mejor vida.

Todos esperaban que en cualquier momento ocurriera –padecía diabetes desde hace mucho tiempo- sin embargo, ninguno estaba preparado para verla partir. Con once años de edad no entendía muy bien el tema de la muerte, sobre todo porque era la primera vez –desde que tenía uso de razón- que alguien cercano a mi familia fallecía. No obstante, era el más grande entre mis primos y debí permanecer fuerte.

Luego del alboroto que escuchábamos desde mi habitación -donde permanecimos encerrados- sentimos el perturbador silencio que envolvía el ambiente. Ya mi madre no lloraba; no escuchábamos ningún ruido afuera. Alguien tocó la puerta y nosotros nos escondimos debajo de las cobijas –como si eso fuera a salvarnos- y comenzamos a rezar en voz baja y con los ojos cerrados.

Por un momento pareció que las oraciones llegaron directamente al cielo, dejaron de atormentarnos y todo quedó en santa paz. Le pregunté a cada uno de mis primos si estaban vivos y al escuchar sus voces me puse de pie.
– ¡No podemos ser tan cobardes! –exclamé en voz alta- ¿Quién se atreve a mirar afuera a ver qué pasó con los adultos?

Evidentemente no solo mi abuela había muerto, mis primos también lo habían hecho, de miedo.
– ¡Muy valientes! ¿Eh? –les reprochaba sarcásticamente- ahora mismo voy a salir y le diré a mi abuela que entre a descansar en esta habitación, con ustedes.

Enseguida abrí la puerta, corrí hacia el patio de mi casa, y detrás de mí vinieron mis primos –resucitaron de repente- corriendo despavoridos. Yo reía al verlos tan asustados.
Yo también tenía miedo -pero siempre tuve la particularidad de fortalecerme al ver a alguien más asustado que yo- y trataba de hacerles pensar que todo era un chiste.

En medio de los gritos y la corredera llegamos al patio trasero y fue nuestra propia abuela
la que nos detuvo.
-¿Qué hacen remaricas? –preguntó muy molesta- ¿Me van a dejar descansar o van a seguir jodiendo?

Yo caí sentado de nalgas. Mis primos murieron de nuevo. Mi abuela parecía estar viva. Hablaba con los ojos cerrados y al abrirlos me miraba de una manera terrible. Yo trataba de articular palabras para pedir ayuda, pero era imposible. Mentalmente me preguntaba
¡Dónde mierdas estaba mi madre! y corporalmente me sentía paralizado.

No recuerdo cuanto tiempo estuve en ese estado de shock. De repente sentí las manos de mi hermana Esther en mis espaldas. Me levantaba para que viera la cara de mi abuela en el ataúd.
– ¡Mire a nuestra viejita! –me decía mi hermana llorando- ¡Despídase papi!

Entre el vidrio transparente del ataúd –empañado por las lágrimas de quienes ya se habían acercado a despedirla- miré fijamente el rostro de mi abuela: bastante pálido y asfixiado por un par de algodones blancos que obstruían sus fosas nasales. Cerré los ojos, me incliné suavemente ante el cristal para besarlo y me vi tentado a abrirlos justo cuando a mi abuela se le ocurrió la brillante idea de fruncir el ceño y lanzar una mirada de repudio hacia mí.
– ¡Me miró horrible! –grité desesperado- ¡Bájeme! ¡No quiero verla!

Todos me miraban como al hijo del anticristo. Nadie se podía creer que un niño de esa edad pudiera armar semejante atajaperros en pleno velorio de su abuela. Para mí no era novedad ver la mirada rara de algunos de mis familiares. Siempre fui distinto. Incluso el disimulo de mis primos ante mi actitud tampoco me sorprendía; en el fondo sabía que me admiraban por hacer lo que ellos no se atrevían.
Yo era en ese momento un hereje. Me mantuvieron sedado hasta el día del entierro. En el fondo pensaba que había salido barato, merecía que me desheredaran por aquel ataque de pánico.

Desperté dos días después. Preguntando donde había estado mi madre, supe que –aquella mañana- habíamos quedado solos con el cuerpo de mi abuela, cuando los adultos salieron de casa a realizar los trámites correspondientes al sepelio; por eso el silencio; por eso la paz perturbadora.

Nunca supimos quien tocó a la puerta. Quiero creer que desvariamos con el miedo. Tal vez nunca tocaron la puerta de la habitación, sino la de la mente y nosotros dejamos entrar cualquiera que haya sido aquella cosa que tocó.

El día que murió mi abuela aprendí ¡Cuánto temía perder a mi madre! ¡Cuan cobardes eran mis primos! y ¡Cuánto apoyo me daba mi hermana!

Me quedó bastante claro –con su actitud post mortem- que no fui su nieto predilecto, por no decir que fui el nieto que más odió. Y si hay algo que heredé de ella es su cara -en el ataúd- cuando algo no me gusta.

Quizás el día que pensamos que murió, no lo hizo. Quizás ese día vivió. Tal vez los que quedamos de este lado fuimos los jodidos; los remaricas.


Josué Rey nació en La Grita – estado Táchira, Venezuela, el 18 de enero de 1984. Hijo de padres colombianos. Migró a Argentina en el 2016.

A la edad de doce años comenzó a escribir  y actualmente se desenvuelve como bloguero.

En el año 2018 ganó el primer lugar de MISIVAS ROMÁNTICAS con la Biblioteca Fiat Lux – Colón – Argentina con “Misiva de un extraño”.

En este mismo año participó con el cuento “Un niño en el bosque” publicado en antología “Homenaje al amor 2018” del Grupo de Escritores Argentinos.

En marzo 2020 fue publicado su relato “La mujer de mi hermano” en la revista argentina “Extrañas Noches”.

Además, para este mismo año 2020, ha difundido en distintas plataformas (youtube, spotify) dos episodios de podcast –con guiones propios- donde han participado más de 40 personas de distintos países.

Su trabajo más reciente (2020) fue la difusión de una campaña social llamada “Maltrato Cero” que contó con la difusión en video por el Diario Clarín (Con la participación de 40 personas desde 12 países).

Dirección blog personal: https://josuereyescribe.blogspot.com

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