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Salvarme en el vacío

Pensaba entre sueños que otra forma de amar era posible.

Había tocado fondo pocos años antes, cuando me encontré por sorpresa con un bebé literalmente en mí, y otro anexado a mi cuerpo, que me llenaban de un amor muy puro a la vez que me vaciaban de todo lo demás.

Había sido fácil imaginar la perfección de la escena tiempo atrás. Lo había hecho en infinidad de ocasiones: juegos a cuatro en la orilla del mar, saltos a deshora en una cama revuelta y repleta de risas, pies descalzos bailando frente al espejo del baño y domingos que terminaban con pizza a domicilio y extra de queso. Un idílico con el que soñaba desde niña, y que alimentaba mi paz en las juveniles noches de insomnio.

Sin embargo, el recuerdo perdía fuerza mientras la realidad me aprisionaba el pecho y se manifestaba en cada rincón de mi vida. Me pesaban los rayos de sol, el ruido frenético de la Rambla en hora punta, y hasta el carmín rojo intenso con el que disfrazaba mi pena. Me pesaban la teta a medianoche, las risas de los vecinos los sábados de madrugada y el sonido de las notificaciones en mi teléfono móvil, que frecuentemente me alertaban de un nuevo frente abierto. Y sola en el centro de una cama gigante, me atormentaba no haberlo visto venir.

Aquel corazón rojo en forma de emoji en el fondo de su pantalla que llegó a mí de casualidad dio sentido y forma al desorden que me rondaba, y no hicieron falta absurdas explicaciones para comprender aquello que se explicaba solo. Así que aún con la rabia encendida en la piel, decidí dar un lugar dentro de mí al final de la historia. La primera historia de las varias que estaban aún por venir.

Los meses siguientes transcurrieron sin pena ni gloria; idas y venidas entre la euforia sin medida y la desolación absoluta. Comprendí, no obstante, que los vaivenes eran necesarios para reconstruirme, que la tristeza también podía ser el puente para escalar hasta la cima y que los tacones me hacían parecer más alta, pero que la grandeza había que buscarla siempre más adentro.

Así que entre risas y lágrimas a deshora y siempre con un bol enorme de yogur y muesli, tejía la que sentía que debía ser la revolución de mi vida. No me resultaba fácil, ni entonces ni ahora, explicarle al mundo que en mi interior albergaba una especie de gratitud gigante; a la vida, al padre de mis hijos por habernos dejado, a mí misma… No era más que la transformación que había hecho mi propio dolor tras un largo recorrido y que ahora me brindaba el maravilloso regalo de conocerme e identificar en mí todo aquello que ya no quería para desecharlo sin miramientos.

Eva, Eli y Bea necesitaban siempre varias copas del mejor verdejo para llegar a comprender aquello que yo intentaba explicarles; tal vez por suerte para ellas, nuestras repletas agendas de madre limitaban nuestros encuentros a un par de veces al mes, y sólo esas pocas veces podían decirme sin filtros lo que se les pasaba por la cabeza. Conocían milimétricamente cada uno de mis match en tinder, y como fantaseaba con dibujar con cada uno de ellos una vida irrealmente perfecta, jugando a convertirme en una bohemia escritora o en una prestigiosa terapeuta.

Las charlas nocturnas me ayudaban a acabar mis días con el toque adulto que me hacía falta, y si estaba de suerte, con el punto picante necesario para dormir mejor y del tirón. Sin embargo, pocas veces me apetecía conocer en persona a alguno de aquellos hombres; existir tan sólo al otro lado de la pantalla me permitía tener el control de la situación, y vivir con la falsa certeza de estar invirtiendo mi tiempo real en aquello que importaba de verdad.

Mi trabajo en la escuela no siempre me hacía feliz. Cuánto más se inflaba en mí la ambición por la vida, más pequeñas me parecían las cosas rutinarias que la formaban. El inconformismo y la rebeldía erupcionaban en mí cada vez con más frecuencia, y por aquel entonces ya empezaba a sentir a mi alrededor una especie de aura resplandeciente, una energía muy poderosa que a ratos me hacía sentir indestructible. Aunque no lo era.

A decir verdad tenía una vida más que normal; me satisfacía hacer deporte, me inicié en el running (como hacen la mayoría de madres que se separan; una especie de terapia para transitar el tiempo que los hijos pasan con el padre), y me gustaba pintarme los labios de rosa para
recoger a los niños a la salida del colegio.

Más a pesar de lo cotidiano de mi vida, sentía avanzar mi propia transformación a un ritmo más bien acelerado. Supongo que por eso me permitía rechazar las numerosas citas que la vida me brindaba, y me sentía autosuficiente y capaz de brillar sola. Ya en aquel momento, y aún más ahora, soñaba con contagiar esa sensación a las personas importantes de mi vida.

Pero aquella vez fue distinto. Probablemente él era distinto. O quizás pensé que darle una oportunidad significaba también dármela a mí. El caso es que aquel viernes de abril saqué del armario mi falda preferida; una pieza ligera y corta, repleta de minicuadros blancos y negros que me encantaba combinar con un top cortísimo que dejaba entrever la cantidad de horas semanales que invertía en dar forma a mis casi inexistentes abdominales, pero que a decir verdad me resultaba favorecedor.

Salí de casa puntualmente a la hora acordada, y él ya me estaba esperando. Pocas veces o nunca compartía mi ubicación; la vida y las experiencias me habían hecho profundamente desconfiada, pero también en esto intuía que esta vez era distinto.

Me subí en su coche y encontré en el asiento una orquídea blanca envuelta en rafia rosa, que debió ser bonita antes de aquello, pero que en ese momento me pareció insulsa y moribunda. “No te precipites”, pensé; “estás aquí para sacar algo bonito de todo esto”.

Enseguida me dejé llevar por la amabilidad de la conversación, y me sentía extrañamente cómoda. Su voz era grave y profunda; sin embargo me envolvía la paz y la generosidad de sus palabras me resultaba reconfortante.

Pasamos una noche preciosa que pasó volando. Tras una cerveza llegaba otra, y mi mente viajaba con cada una de las historias que me explicaba; me fascinaba su pasión por la lectura, y su deseo de viajar siempre más y más. La calidez con la que describía a los suyos, y los ojos tiernos con los que parecía mirarme. Por primera vez sentía, que si quería, podría nutrirme y vincularme des de la madurez y el deseo de alguien que parecía dispuesto a ofrecerlo todo. ¿Pero era eso lo que yo buscaba?

Llegué a casa de Eva más bien tarde; habían cenado y tomado ya algunas copas. Sin embargo todas habían optado por alargar el plan hasta mi regreso, para conocer en directo todos los detalles. De mi, sin embargo, fluían pocas palabras, a pesar de la sonrisa que mis labios dibujaban. Me movía en un incierto desequilibrio; la percepción de haber conocido a alguien que valía la pena, y el deseo de seguir evitando cualquier tipo de vinculación más allá de lo físico.

Llevaba meses perfilando cada una de mis emociones, y buscándole una explicación racional a todo lo que me pasaba. Incluso había llegado a pensar que estaba desarrollando una especie de rechazo hacia los hombres, sintiendo que la presencia de cualquiera de ellos podría acabar con la coraza que día tras día había construído y que me libraba de una vez por todas y para siempre de la fragilidad y el apego.

Sin embargo una cosa llevó a la otra. No sé que fue. Una escapada a Valencia, un debate sobre asteroides o un nuevo cepillo de dientes junto al mío en el baño pequeño de casa. Quizá una canción que hablaba de dos o demasiadas cosquillas en las plantas de los pies. La cuestión es que hay personas maravillosas a las que no puedes rechazar aunque quieras. Por valiente que te sientas. Por fuerte que te hayas hecho. Por dura que te creas. Por mucho que sientas que no vibras en sintonía.

Mi vida con él, nuestra vida con él, se alargó casi sin darme cuenta poco más de tres años. Un tiempo en el que me convencí que debía ser feliz, llevando una vida fácil y sin sobresaltos. Viajábamos cuando nos apetecía y nos dormíamos abrazados en el sofá la mayoría de los viernes de invierno. Nunca quise que se instalara definitivamente con nosotros, porque mi deseo de hacer realidad una relación alternativa en la que yo pudiera llevar a la práctica todos los matices que mi mente diseñaba seguía latiendo con fuerza en mi.

No obstante, no fue difícil dejarse llevar… la emoción de mis hijos al verle, la sensación de estar haciendo lo que la sociedad esperaba de mí, la perfección de la vida que él me ofrecía o simplemente su propia perfección; las palabras adecuadas que llegan justo a tiempo, o la calidez de un abrazo cuando aún siendo agosto tú tiritas de frío. Seguramente fueron todas esas cosas agitadas, removidas y a la vez, que se esparcían antes mis ojos para darme una nueva lección.

La cuestión es que las personas no siempre nos conformamos con lo que a simple vista nos parece maravilloso. Lo complejo nos resulta atractivo y tentador, y vale la pena aceptarlo más bien pronto que tarde. Y yo, en este caso, no quise ser la excepción de la norma y quizás eso me salva.

Era difícil de entender o más bien difícil de explicar porque yo no me sentía bien con esa historia preciosa. No se trataba de hechos, palabras ni circunstancias; era más bien aquello que no se narra pero que se siente en cada centímetro de la piel; un algo intuitivo que me inquietaba y que poco a poco me fue llevando a darle la espalda en la cama cada vez con más frecuencia.

Mi cabeza volaba con otras historias mucho menos perfectas, pero en las que yo me proyectaba más viva y más auténtica. Visualizarlas las hacía tan reales, que casi me parecía estar viviéndolas. Y para bien o para mal, siempre he creído que lo que visualizas con fuerza acaba convirtiéndose en verdad. Ahí lo dejo.

Pensaba que otra forma de amar era posible. Una en la que quieres tanto al otro que lo aceptas de manera íntegra y sin condiciones; a él y a sus deseos. A sus impulsos, a sus errores, a sus fantasías. Una forma en la que querer al otro implica de manera innata aprender de cada contratiempo; de cada resquicio de dolor que surge de la relación imperfecta que os une.

Una forma en la que apuestas por saberlo todo, sin mentiras ni filtros, aceptando como válido todo lo que le fluya, porque incluso lo que te daña puede acompañarte en el proceso propio de crecer y hacerte cada vez más grande. Una forma en la que querer no implica renunciar, ni priorizar, ni elegir, ni aparentar. Una forma en la que ni siquiera es necesario compartir porque basta con ser.

Y algó así sucedió por primera vez en aquel cubículo pequeño, frío e ingrato pero que se llenó con nuestra presencia de algo muy puro y a lo que nos hicimos adictos incluso antes de darnos cuenta. Un diminuto vestuario repleto de duchas que no funcionaban y con una luz que parpadeaba intermitente, oscuro y al alcance de cualquiera, en el que nos escondimos casi a regañadientes porque no soportábamos más la presión de desearnos en silencio.

Sabía que no era el lugar ni el momento; sabía que me aferraba a algo prohibido y que en aquella ocasión no lucía mi falda de cuadros preferida. Sin embargo me lancé al vacío, porque por extraño que parezca me parecía la única forma de salvarme.

El principio de una nueva historia, que tenía lugar sin haber apenas acabado la anterior y que no nacía de un like a primera vista, ni de un encontronazo en el metro, ni siquiera de un flirteo entre compañeros.

Una historia que se había engendrado años antes, sola en aquella cama gigante mientras lloraba el engaño de mi marido y que de una vez por todas me cedía el lugar exacto que yo quería ocupar. Una historia que había diseñado a medida a caballo entre ideales, experiencias y fantasías, y que más allá de poner una etiqueta a un estilo de relación, hablaba de mi forma de entender los vínculos y el amor.

Porque así éramos nosotros. Nos habíamos conocido el primer día de clase tres años antes; sin expectativas, sin intenciones, sin planes a largo plazo puesto que los dos vivíamos en aquel entonces y por separado una historia perfecta que nos hacía perfectamente infelices, pero que aceptábamos como válida porque así es la vida, o así era la vida hasta aquel primer día de clase tres años antes.

Con Roc nunca hubieron ni preguntas ni juicios; y a pesar que nunca había vuelto a creer del todo en los hombres, sentía que él tampoco pretendía que lo hiciera. Porque entre nosotros lo que realmente tenía valor era la fuerza con la que empujábamos al otro a tomar la vida. No era por tanto lo que construíamos juntos, sino lo que gracias al otro éramos capaces de hacer por separado. Las cimas más altas se nos hicieron refugio, y cada botella que descorchábamos hablaba de metas y de sueños cumplidos, no necesariamente juntos pero sí inevitablemente conectados.

Dime que me quieres, me pidió aquella tarde mientras sumergíamos nuestros pies descalzos en aquel lago helado, después de caminar durante horas entre enormes y preciosas montañas que nos hacían parecer diminutos. Lo sabes todo, contesté.

Y sentí en aquel momento que el amor tenía muchas formas y colores, y me pareció delicioso el recorrido vital que había hecho hasta llegar donde estaba ahora. Un camino de dentro hacia fuera, lleno de luces y sombras que me había permitido quererme para ser capaz de querer. Y comprendí entonces que otra forma de amar era posible, tal vez aquella que una vez ya había pensado entre sueños…


Rosa Granero tiene 36 años y ama la literatura romántica desde que era una niña.

En sus palabras: “Leer y sobre todo escribir me vacía a la
vez que me llena de una energía preciosa. He decidido compartir mis textos animada por aquellos que son pilar en mi vida; me emociona pensar que mis frases puedan remover, agitar y erizar la piel de personas que no conozco.

Hace varios años que acumula historia breves y cuentos que hablan sobre su forma de entender la vida, así como textos íntimos que regala a personas importantes en su vida cuando siente que los necesitan.

Es maestra de educación primaria y madre separada de dos hijos deliciosos. Adora el mar y la montaña a partes iguales, la crianza respetuosa, la vida saludable, y perderse observando lento el ritmo frenético del mundo en una plaza repleta de gente.

Supone que su pasión por escuchar y analizar la han llevado a iniciarse en el mundo de la terapia, formación que justo empezó ahora.
Vive en un pueblo pequeño a las afueras de Barcelona, y su casa le parece un oasis de paz en el que se siente feliz.

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