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En Blanco

Había sido un año duro para todos los Romaní, y en especial para Maricarmen. Su único sustento era la prestidigitación o la quiromancia (porque el Tarot estaba prohibido) y, con el aislamiento que se había impuesto para evitar el Virus, había sido casi imposible trabajar.

Al principio había intentado adornar el rito de leer las manos con encantamientos, pases mágicos y gestos teatrales, pero no había funcionado. A nadie le interesaba: les parecía insuficiente, un truco de magia para chicos.

Con cuentas por pagar y el hambre golpeando su puerta con insistencia, Maricarmen se había visto obligada a dejar de lado la prohibición. La gente lo pedía, lo necesitaba. Sobre todo, en tiempos de incertidumbre como éstos, en los que todos conocíamos a alguien a quien el Virus se había llevado.

-Las cartas, Maricarmen, por favor.

Así sonaban las súplicas. Pero ella se negaba, porque lo habían prohibido hacía más de mil años. Maricarmen lo había aprendido en secreto, de la abuela Jofranka. Su madre se lo negó durante toda la vida.

-Yavé lo prohíbe, Maricarmen, y las Sibilas vigilan ¿Sabes el castigo que te tocaría? -solía decirle. Maricarmen lo sabía. Había historias que se contaban junto al fuego de los campamentos, susurradas para que no se las llevara el viento. Pero prefería no pensar en eso.

Aprender el arte de las cartas había sido como si le abrieran una puerta a través de la cual todo el mundo y todo el tiempo estuviesen a su alcance: el pasado, que era una ilusión, y el futuro que cambiaba como el aire.

 

Maricarmen tenía una visión tan potente que podía ver cosas que nadie había visto: secretos, tesoros escondidos, la muerte de su abuela y de sus padres, así como muchos otros eventos que intentó olvidar en vano.

Prometió no destapar las cartas para extraños, menos por dinero. Hasta ahora. La situación acuciante la había llevado a creer que su poder era lo único que la podía salvar del hambre.

La noticia de que Maricarmen estaba otra vez usando las cartas se expandió como el humo en el viento. Muy pronto se vio desbordada: se pasaba el día entero sentada con extraños que le dejaban billetes a cambio de conocer sus destinos.

Cuando la voz del hambre calló, Maricarmen empezó a sentir miedo. Un terror que crecía en su interior junto con el peso de la responsabilidad por lo que estaba haciendo, como una extraña criatura que se fuese gestando en su vientre y se la devorase por dentro.

Esa mañana, Maricarmen se sentó a su mesa para comenzar el día. El sol iluminaba los flecos de plástico que había puesto en la puerta de la casa. No llegó nadie.

Maricarmen sintió una inquietud muy fuerte, de ésas que parecen salir del centro del pecho como si hubiera ahí un pozo sin fondo. Se acercó a la puerta, miró hacia fuera… y la vio.

Sola, parada con las manos cruzadas delante de su falda, de unos quince años.

-Maricarmen, ¿puedo pasar? -Preguntó sin agregar nada más y, sin esperar respuesta, caminó hacia ella. Se sentaron frente a frente. Maricarmen movió la baraja para comenzar. Con la luz del amanecer bañándola y sonriendo con timidez, su visitante parecía aún más aniñada.

Su mirada era limpia y carecía de la ansiedad que había en los ojos de los suplicantes que llegaban a ella todos los días. Dijo “no” con la cabeza. Fue un movimiento mínimo, pero definitivo. Extendió la mano sobre la mesa, mirando a Maricarmen a los ojos. Quiromancia. La niña quería que le leyeran las marcas de las manos.

Maricarmen lo supo antes de tomar la mano delicada entre las suyas. Era, por supuesto, demasiado tarde. A pesar de todo su poder, no había podido prever esto. Cuando comprobó lo
que ya sabía se sintió liberada de su culpa.

La palma estaba en blanco, sin pasado ni futuro, porque su tiempo era eterno. No era la mano de una persona.
-Sígueme -le dijo la Sibila.
Nadie volvió a ver a Maricarmen nunca más.


S. Marcelo Volta es “un tipo que escribe“, como se define a sí mismo.

Estudia con Guillermo Hermida, hace tres años, y está terminando su primera novela, sobre un guitarrista de rock.

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