El frío
Oyó el despertador y lo apagó de un experto manotazo. Como desde hacía varios meses, había dormido a los tirones, intranquilo. Respiró hondo y encendió el velador, pero no pasó nada. Puta madre, cortaron la luz. O se cagó la bombita, tal vez. Abrió las cobijas y se balanceó expertamente de lado, haciendo un raro equilibrio para que no le pegara el viejo latigazo en la columna. Hacía un frío de cagarse. Aún con los ojos semicerrados, estiró la mano, abrió el cajón de la mesita, sacó la linterna y bajo su luz manoteó rápidamente el jogging colgado de la bocha en la esquina de la cama, pispeó apenas si estaba del derecho y se lo puso.
Para cuando comenzó a atarse los cordones de los botines, ya se había puesto a pensar en lo que venía meditando desde hace tantos días: de dónde sacar el dinero para cubrir el final del mes. Se alzó cuidadosamente de la cama, se enchufó el grueso pulóver directamente encima de la remera de mangas largas con que había dormido —hacía demasiado frío para cambiársela; un día más aguantaría— y probó el interruptor de la pared: habían cortado la luz, nomás. Sin acomodar las cobijas marchó a los trompicones rumbo al baño.
Sentado en el inodoro, mientras meaba —lento— y pedorreaba —fuerte—, trató de no pensar en la plata. Menos mal que su yerno había conseguido laburo; era en negro y una mierda de lejos, pero mejor eso que cagarse de hambre. Lástima el problema del Juancito; un pibe tan chico y ya con diabetes era todo un asunto. Por suerte los otros nietos estaban bien. Por ahora. Le dolía una enormidad que su pobre Inesita tuviera que pasar por ésas con la familia. Pero borró ese pensamiento. O más bien, se adormiló un poco.
Qué frío que hace, la puta madre, pensó cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo y le hizo sacudirse como una serpiente a la que le cortan la cabeza. Uh, me quedé dormido, ¿qué hora es?, se dijo, azorado. Se subió los lienzos, tiró la cadena, se lavó la cara lo menos posible —el agua estaba helada— y pasó a la cocina, linterna en mano. El reloj del muro cantaba 5:11. Había dormitado casi veinte minutos, pero le quedaban unos cuarenta; iba a poder tomar mate.
Eso de quedarse dormido en el trono le pasaba cada vez más seguido. Un par de veces incluso había llegado tarde al laburo. No era suficiente castigo tener una vida de mierda: tampoco se podía descansar en paz.
No me van a dar otro vale en la fábrica, se dijo mientras llenaba la pava. Ya les debo medio sueldo. Y no había más amigos para pechar. Sacó del freezer un par de tortafritas y las puso en la plancha para calentarlas. Podría llamarlo al Ciro, tal vez; la última noticia que tuvo de él es que había cambiado el auto. Un mango por ahí le arrimaba. Pero esa noticia era de un par de años atrás, meditó; quién sabe si las cosas le seguirían yendo bien. Y tampoco es que fueran tan amigos.
El fuego en las hornallas estaba bastante bajo. Se asomó a la ventanita de la estufa de tiro balanceado y vio que la llama también era petisa. Es lógico, se dijo; con este frío del orto todo el mundo estará al palo con el gas. Y sin luz no podía poner el infrarrojo para calentarse un poco las patas.
Armó el mate y se acordó de la pastilla. Manoteó la cajita y sacó el blister: la última. Sus várices iban a tener que aguantar al mes que viene. Las de la presión también; se le habían acabado el lunes, a pesar de que las venía racionando. Ah, mala cosa una crisis a los sesenta años; lo único que se podía hacer era aguantar. Agua y ajo, como decían los muchachos. Aguantarse y a joderse.
La pava comenzó a chiflar y la retiró; si no calentaba mucho el agua la yerba le iba a durar un poco más. O quién sabe, por ahí eran macanas. Después estaba la mujer del Jacinto, Lola; por ahí le podía echar una mano. Tenía propiedades, recordó. Y fueron medio hermanos con el Jacinto; si habrán recorrido mundo, de jóvenes ellos dos, luego con las mujeres. Pero Marta y el Jacinto habían pasado a mejor vida tiempo atrás, y hacía rato que no sabía nada de la viuda. Tenía familia en Baradero; por ahí se mudó allá.
Un tornillo de cagarse. Toqueteó las tortafritas y si bien ya no estaban congeladas seguían frías, lo que le extrañó. Agachó la cabeza: el fuego se había apagado. No había gas. Eso sí que era raro. La estufa también se había apagado. Cerró las llaves de seguridad por las dudas, y entre puteadas comenzó el mate.
Si al menos se hubiera terminado el crédito, se dijo. Pero todavía le faltaban como seis cuotas. Imposible sacar otro; ya había averiguado. Antes uno podía sacar un segundo y el banco usaba parte de la guita para cancelar el anterior; ahora no. Supuso que se debía a que el sueldo suyo era demasiado bajo como para que el banco lo tuviera en cuenta. Una mierda.
Para colmo, no tenía nada para reventar. Lo último habían sido esos libros buenos que heredó del tío César, la Enciclopedia Británica XV edición. Había un par de tapas flojas y un tomo medio apolillado, pero le sacó unos buenos mangos. Supuso que era porque todos los lomos se veían bien. Seguro terminaron en la oficina de algún abogado inculto. La estuvo guardando tanto tiempo, desde los ochenta, esperando un día animarse a seguir hojeándola. Ya ni recordaba en qué tomo había quedado. El tercero. O el cuarto. O el segundo.
Qué frío que hace, carajo. Lo acobardaba. Hacía rebotar las piernas y se frotaba los muslos, pero era al cuete. Alumbró el reloj de la cocina: tenía diez minutos. Apuró el último trozo de tortafrita —sentía la bola fría de masa en la panza, o tal vez se lo imaginaba— y el último mate. Dejó todo así nomás, escudándose en que no había luz, y volvió a la habitación. Buscó otro par de medias y otro jogging y se los puso encima de los anteriores. Luego se sacó el pulóver y se metió un buzo fino de plush; volvió a ponerse el pulóver y manoteó la bufanda gruesa.
Esa bufanda se la había tejido Marta, recordó. Hoy era horrible; más allá de la carga de morriña, una bufanda de lana tejida a bandas celestes y blancas, de metro y medio de largo, era el emblema de un pasado mucho mejor que el presente. Mil novecientos noventa y cuatro, el Diego en USA. Todos disfrazados de argentinos, festejando el final del partido, mientras al diez se lo llevaban de la manito al matadero. Bah, en realidad fue igual de malo ese año. Igual de malo que cualquier otro. La memoria le jugaba en contra, por aquello de que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que fue mejor es la memoria; ahora de viejo los recuerdos parecían todos luminosos, pero cuando eran presente rara vez lo fueron.
Mientras se hamacaba para ponerse la parka, decidió llamarlo al Ciro ese mismo mediodía, cuando pararan para almorzar. Usaría el teléfono de la fábrica; hacía rato que no cargaba crédito en el celular. Y si no pasaba nada, probaría con Lola. Ojalá todavía anduviera por el barrio.
Se aseguró de tener encima la guita, los documentos y las tarjetas, se puso los lentes y los guantes y salió al pasillo exterior, cerrando con llave. De alguna forma se las iba a arreglar. Siempre lo había logrado. Carajo, qué frío hace. Encima no se ve una mierda. A medida que avanzaba tiritando se levantó la bufanda sobre la nariz, pero se le empañaron los lentes. Por eso no vio gran cosa hasta que estuvo a medio metro de la verja de entrada. Sacó un pañuelo de papel y repasó los vidrios, pero cuando levantó la vista algo en el cielo le llamó la atención. Entonces se puso los anteojos.
Las estrellas se estaban cayendo.
¿Se estaban cayendo? Se movían hacia abajo… ¿Siempre se movían hacia abajo las estrellas? No, su memoria no es lo que era, pero siempre estuvieron quietas. O sea, no se caían: rotaban muy lento, según recordó haber leído. Bah, rotaba el eje de la Tierra…
Pero ahora se estaban cayendo. Salió afuera y echó un vistazo alrededor. El pasto de la vereda crujió bajo sus pies, cubierto de escarcha. Por encima de los techos del barrio, las estrellas se estaban cayendo. Como si llovieran. Miró al cenit, forzando el cuello contra el nudo de la bufanda.
En el centro del cielo había una gran mancha negra. O sea, un hueco redondo sin estrellas. Enorme. Las estrellas parecían salir de él. Pero no, esa cosa era algo que no dejaba ver las estrellas detrás. Y se lo adivinaba simplemente porque no había estrellas ahí.
No supo cuánto tiempo se quedó mirando la mancha. Pero bajó la cabeza, porque ya se estaba mareando. Y el frío era mortal. No había un alma en la calle, ni un ruido, ni una luz.
Volvió tras sus pasos, caminando como borracho. Cerró la reja, tanteó la pared del pasillo hasta encontrar la puerta de la casa y la abrió. Se metió dentro, pero no echó llave a la puerta. Buscó a tientas y encendió la linterna. Se detuvo un momento, como si no reconociera ya ese ambiente tan familiar. Suspiró y rumbeó lentamente para la pieza.
Se quitó los guantes, las deudas en la fábrica, la parka, las cuotas del crédito, la bufanda, llamar a Ciro, el pulóver, llamar a Lola, el buzo de plush, las pastillas, el primer par de medias, el recuerdo del Diego, el segundo par de medias, la pena por la diabetes del nieto, el primer jogging, la esperanza, el segundo jogging —aunque lo pensó mejor y volvió a ponérselo— y se metió en la helada cama.
Habían acabado todos los problemas, excepto el frío. Pero supo que podría dormir en paz.
Carlos Morales (Argentina, 60 años) es diseñador mecánico en el área de Ciencias de la Atmósfera, escritor de ciencia ficción y colaborador en tiempos en revistas como Alfa Eridiani, NGC 3660, NM o Axxón; revisor de estilo, traductor de inglés (entre otras, ha traducido Trono de Mundo Anillo, de Larry Niven, y El hombre de bronce, de James Alan Gardner), músico de rock, numismático errorista, coleccionista de modelos a escala de vehículos y orgulloso abuelo de tres bulliciosos nietos. Cultiva el conocimiento histórico, el ensayo sociopolítico, los clásicos de la literatura y, en los fondos de su residencia en un barrio del conurbano bonaerense, un fresno de cuatro años que es la niña de sus ojos.
Recientemente ha publicado su libro El huésped y otros cuentos por la editorial Osa Polar.
Foto: Pablo Sayago Sselton.
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