Caminante sin camino: ¿Por qué la vida de Robert Walser terminó pareciéndose tanto a su obra?
Hay algo que se repite en las novelas de Robert Walser: una locura alegre y borracha, de personajes que se pierden por los senderos de los Alpes pero que también penetran en los recovecos de la mente.
La locura fue un fantasma presente desde su primera infancia. Su madre fue internada en un hospicio cuándo él todavía era un niño y su hermana mayor fue enfermera en un manicomio durante varios años. Su hermano Karl hablaba un lenguaje muy parecido al suyo desde los lienzos.
El caso Walser es el de esos escritores cuya vida termina tomando la forma de su obra. Ya sea por sugestión o destino, Walser no hizo más que dejar un registro sobre su propia existencia sin saber que no sólo escribió ficción sino también biografías.
Errante, se mudó muchas veces para iniciar una nueva vida que nunca tuvo. Era bebedor y ansioso, rasgo que también supo atribuirle a sus personajes. Fue mecanógrafo, sirviente, publicista, y hasta colaboró para un inventor de la época.
Esta última experiencia sería retratada sarcásticamente en su novela “El Ayudante” (1905), en la cual Josep Marti, obrero desempleado y castigado por las negras olas de la vida y el desempleo, es aceptado como ayudante de un inventor que lo acoge en su idílico hogar. A partir de ese momento, Marti, un divagante sin escrúpulos, comienza a infiltrarse en lo más íntimo de la familia como una fruta en mal estado que pudre las entrañas de un hogar de cristal y algodones, de grandes lujos y perfumes caros, al punto que su ingreso termina siendo la ruina de aquella aristrocrática familia. En esta novela se exponen de manera flagrante los valores decadentes de la burguesía suizo-alemana que se moría con el siglo XIX.
A principios de la década de 1910, Walser viaja a Berlín y es introducido por su hermano Karl en la bohemia artística de la capital alemana, aunque la vida cosmopolitana termina por parecerle insípida e impuesta.
En contraposición a esto, lo que continuó despertando su interés fue esa suerte de aldeanos medievales e insignificantes que se hundían en duras reflexiones sobre el naciente misterio de la vida burocrática.
Su libro El Paseo (1917) es una experiencia de los sentidos: la caminata de un hombre que se encuentra con la grotesca farándula de un pueblo, podría asumirse que Berna, para después adentrarse en la selva negra y perderse en reflexiones sobre la muerte y la existencia. Walser arremete contra la imagen estereotipada del suizo calculador y racional para darle cuerda a una fantasía desbocada y exagerada que transforma a la humanidad entera en una caricatura.
Todos los personajes del autor son, en cierta medida, caminantes. No se sabe que es lo que buscan, pero todos se extravían en largas búsquedas en las que descubren todo tipo de verdades infalibles, encontrando en ellas lo que probablemente hubiesen encontrado en sus propias casas. Para ellos la vida es un torbellino incomprensible que los acosa en la misma medida en que les ofrece placeres.
Más aún, se podría decir que detrás de las hipérboles y las logradas descripciones el escritor juega impunemente con el tiempo y la paciencia del lector. Un pasaje de esta novela deja constancia de esto:
“Los abetos se alzaban rectos como columnas y nada se movía en el amplio y delicado bosque, por el que toda clase de inaudibles voces parecían cruzar y resonar. Los sonidos del mundo primitivo llegaron de no sé dónde hasta mi oído. Estar muerto aquí y ser enterrado sin llamar la atención en la fresca tierra. Sería hermoso tener aquí una tumba pequeña y tranquila. Quizás oyera el canto de los pájaros y el susurrar del bosque sobre mí”.
En casi la mitad de su vida y retirado de la escritura, una enfermedad mental comenzó a acosarlo incesantemente al punto que terminó internado en una clínica psiquiátrica donde pasaría casi 23 años.
Condenado por su propias obsesiones, fue finalmente en uno de sus paseos vespertinos donde Walser perdió la vida, inmortalizado en una famosa foto en la nieve. Con esto se iba un escritor admirado por Kafka, Canetti, Coetzee e incluso Susan Sontag quien llegó a afirmar que era un equivalente de “Klee en Prosa” y que hoy es casi un signo olvidado del siglo pasado.
Federico Fiori es periodista e historiador. Estudió en la Universidad de La Plata. Además, trabajó como docente.
Actualmente es librero en una de las tantas librerías de Buenos Aires.
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