Historia de una infidelidad – Por Jorge Andrés Jaramillo

Corría el año de 19… y desde hacía un par de semanas vivía en la finca de mi hija mayor, Carlota, en el sur del departamento. La casa era una de esas grandes, con dos plantas de pisos entablados, muros de bahareque, chambranas rojas y toda rodeada del verde de las más majestuosas montañas.

Había allí cultivos de café, mango, naranja, mandarina, papaya y otras frutas de naturaleza tropical. A título personal tenía un pequeño espacio en el que cuidaba de algunas plantas aromáticas y un puñado de flores silvestres; he hallado en la jardinería un pasatiempo agradable y lo menos laborioso para alguien de mi edad.

Como no podría ser de otra manera, aquella casa tenía su historia; una que no podría describirse como luminosa o tranquila.

Por aquellos días, mi hija se hallaba en la búsqueda de una mujer que pudiese ayudar en las labores propias del hogar; siendo un poco más específica, una jovencita que pudiera encargarse de mantener limpias todas las habitaciones de la casa y brindar las atenciones necesarias a los señores de la casa y a mí misma, en caso de que hiciera falta.

Cada día pasaban por la sala de estar una tras otra todas las señoritas de la vereda y algunas de lugares más alejados para entrevistarse con Carlota. Siempre trataba de mantenerme al margen de aquellas reuniones; no obstante, echaba una ojeada de vez en cuando y en especial cuando alguna de las chicas me resultaba llamativa por algún particular. Así, vi a algunas enclenques niñas distraídas; otras en demasía viejas; además, su vulgaridad y escaso nivel educativo se evidenciaban a leguas. Evitaba mostrar mi reproche mientras ellas estaban aquí, pero no dudaba en comentar con mi hija siempre que una de estas mujeres no me parecía apropiada para el trabajo.

Finalmente, una tarde que me encontraba recogiendo algunos tallos de menta, vi pasar a alguien que me era familiar. En la entrada de la casa, Carlota saludó a Marina, sobrina mía y prima de aquella. Desde luego, me pareció curioso que fuese una de las candidatas, pues no tenía idea siquiera de que viviera cerca y, siendo honesta, tampoco recordaba cuál era su edad; no pasaba por mi mente que ya no era una niña, ni que se hubiera convertido en una mujer que desbordase tanta belleza.

Por supuesto, había pasado ya bastante tiempo desde que la viese por última vez, cuando entonces era una pequeña de mejillas resecas, cabello enmarañado y pésimos modales. Ahora, en cambio, su piel lucía más cuidada, al igual que su negra cabellera; su mirada era decidida, pero denotaba al mismo tiempo ser recatada y demostraba una profunda deferencia al dirigirse a Carlota. Mi desagraciada sobrina era ahora una dama.

Entrada la noche, fui al comedor para acompañar a mi hija y a su marido en la cena. Creo conveniente introducir ahora a mi yerno, a quien no había mencionado todavía dada su costumbre de estar en casa solo en las noches.

Desde temprano en las mañanas solía salir a vigilar los cultivos y los animales de la finca. Durante el último tiempo se le notaba especialmente taciturno y tenía la sospecha de que no cumplía bien con sus labores maritales para con Carlota. Mi hija parecía asimismo invadida por la melancolía, el hartazgo y entre ambos se adivinaba un muro construido por la indiferencia.

Adolfo era un tipo encantador a su manera. Quizá su rostro no poseía rasgos caucásicos, ni tampoco tenía un cuerpo tonificado o los ojos claros; en cambio era alto, fuerte y de expresión decidida. Era varios años mayor que Calota y me atrevería a decir que fue el sentido del humor y su trato cariñoso lo que la enamoró de él.

Para aquel momento ya ajustaban cinco años de casados y aún no tenían niños; aunque en el fondo de mi corazón esperaba con ansias un nieto o dos, en realidad terminaría siendo una fortuna que eso no hubiera pasado.

Sentados a la mesa, ya estaban los dos.

Parece que ya tenemos nueva ayudante —dijo Carlota cuando me estaba sentado.

Ah, ¿sí? —Preguntó Adolfo—. ¿Y quién es? ¿La conocemos? 

Es mi prima Marina. Vino esta tarde, creo que mamá la vio. Y, pues, a mí me parece que le irá bien.

No sabía yo que ellas vivían por acá —intervine.

Ella como que se vino del pueblo hace poquito —dijo Carlota—. Ahorita está viviendo en la finca de los López. Le pedí que se diera una pasada por aquí para contarle sobre la propuesta de trabajo y aceptó encantada. Le dije que si quería podía empezar mañana mismo. 

Y con aquella noticia dio la impresión que Adolfo terminó no sabría si turbado, pero sí visiblemente incómodo. Al resto de comida que le quedaba casi se lo engulló de dos mordidas. Tomó su plato y desapareció en la cocina. Carlota observó que la interrogué con la mirada.

Todo está bien, amá —dijo. Su tono de voz mostraba una resignación que nunca había reconocido en mi hija.

Dicho esto, ella también tomó su plato vacío y, luego de despedirse, se marchó.

Poco sospechaba yo que lo que había tras aquel comportamiento era una larga historia y que, sin embargo, había ocurrido poco antes a mi arribo a la finca. Sin temor a equivocarme, ni darme aires de mayor importancia, diría que fue lo que precipitó el pedido de mi hija a que yo estuviera allí; si bien, en un principio, ella me convenció con el discurso de que ya estoy muy vieja para vivir sola en una casa. Pero poco a poco mis ojos se fueron iluminando por la verdad de lo que sucedía.

Al siguiente día, muy temprano en la mañana, mi querida sobrina apareció frente a la entrada. Fingiendo que iba de paso hacia el jardín, aproveché y me acerqué para saludarla. A diferencia de mí, a ella no parecía sorprenderle ni mi presencia, ni mucho menos mi apariencia.

Por otra parte, pude confirmar mis impresiones de la tarde anterior: Marina no solo era mucho más bonita, sino que sus modales eran exquisitos. Además, el tono de su voz resplandecía con dulzura y armonizaba con el encanto general que irradiaba su presencia.

Creo, querida —dije—, que mis matas pueden aguardar un momento. ¿No se te antoja que nos tomemos un tintico? 

Yo encantada, tía. 

Entonces nos dirigimos a la cocina. Allí fue donde vi el primer atisbo de lo que sospecho pudo desencadenar la tragedia. Desde luego, en ese momento no pasaría por mi mente que algo semejante llegaría a suceder, fue un hecho que bien pasó desapercibido; pero ello cambia, por supuesto, cuando ahora se le ve desde lejos y con la perspectiva de lo que ya ha pasado.

La cocina no es el sitio más grande de la casa, pero la amplitud del espacio es más que suficiente para permitir trabajar a cualquiera con comodidad. Hay allí, además, un pequeño desayunador de madera acompañado de una banca larga y dos sillas adicionales.

Cuando entramos me dirigí al fogón para encender el fuego y calentar el café. Detrás de mí, Marina se había quedado de pie. La invité a sentarse y entonces, cuando ella se giró hacia uno de los asientos, se detuvo haciendo un movimiento que pareció puro reflejo; como si hubiera tenido un espasmo o hubiese visto a un ratón gigante.

¿Qué te pasó, querida? —Le pregunté medio sorprendida.

Ay, no sé, tía. Creí que había alguien ahí sentado.

Mi sobrina parecía perpleja. Sin embargo, continuó y se sentó en otro de los puestos y yo tampoco le eché más tierra a aquel asunto y procedí a servir los tintos. Por otro lado, mientras charlábamos pude ver que Marina observaba con disimulo aquel lugar cuando ella creía que yo no la observaba. Con el paso de los días, mi memoria se encargaría de que olvidara por completo el suceso.

Marina comenzó su trabajo aquel día. Su labor la hacía con diligencia. Se le veía subiendo y bajando escaleras, cargada de tendidos, sábanas, cortinas, ropa y mil trebejos más. Se las arreglaba también para ofrecerme café y frutas cada dos horas. En realidad, creo que no hubo un momento en que me sintiese mal atendida por ella.

Dado su esfuerzo, Carlota le ofreció un cuarto en la casa. Esto con el fin de evitarle el fatigoso viaje de ida y regreso todos los días. Según entiendo, entre nuestra finca y la casa donde ella se alojaba había unos siete kilómetros y una quebrada de por medio. Marina aceptó la propuesta con agradecimiento y tras dos semanas de su comienzo se instaló con dos maletas de ropa y otros atavíos que ocuparon apenas la mitad de la cómoda que ubicaron en su habitación.

La idea de tener a Marina con nosotros fue de Carlota. Fui consultada por mi hija y no vi razón alguna para negar aquella posibilidad. Sin embargo, a quien no pareció caerle muy bien la noticia fue a mi yerno.

Adolfo lucía contrariado y tuvo una acalorada discusión con Carlota a propósito de lo inconveniente que resultaría tener a Marina rondando día y noche por la casa y de que ni siquiera lo hubieran tenido en cuenta a él para tomar semejante decisión. Al final, Carlota se impuso y mi sobrina terminó viviendo con nosotros. Entonces la pesadilla empezó a tomar lugar.

Tras la primera noche de Marina en nuestra casa, a la mañana siguiente, mi sobrina adquirió de pronto un color terrible; su tez no solo era pálida, sino que todo su semblante parecía haberse apagado de repente. Sus ojos carecían de brillo y su mirada expresaba cualquier cosa menos la lucidez de días anteriores.

Le pregunté qué le había pasado, a lo que su respuesta fue que nada, que todo estaba perfecto en ella y que si acaso había tenido un poco de alergia al polvo y a la humedad acumulados debido al tiempo que había pasado cerrada su recámara. Pero aquello no era lo único.

Conforme fueron pasando los días, su voz adquirió cierta aspereza y un tono entre indiferente y grosero. De nuevo, ante mis interrogantes no hubo una respuesta clara, recibía solo evasivas de su parte.

Cuando noté que la frecuencia con que me la encontraba en alguna parte de la casa disminuyó, al igual que la cantidad de fruta y café que me suministraba, decidí dejar de hacer preguntas y me limité a tratarla con modesta cordialidad. A veces, los problemas que llevamos con nosotros son solo de nuestra incumbencia y lo menos que quisiéramos es que nadie se entrometa. Si entendiéramos esto todos viviríamos más tranquilos y reñiríamos menos. Y, en todo caso, al aplicar esta filosofía, mis raciones de fruta y café volvieron a la normalidad; aunque, el comportamiento de mi sobrina continuó cubriéndose de sombras.

Pero no solo Marina había presentado cambios. El matrimonio de la casa también parecía afectado de alguna manera. Si su energía como pareja se había visto mermada desde antes de mi llegada, luego de la aparición de su nueva empleada, tanto Carlota como Adolfo, por separado, denotaban algo por lo menos extraño en su andar. Pero que no se me mal entienda, pues no estoy sugiriendo que Marina era la culpable.

Comencemos por él, pues a mi parecer fue en quien resultó todo más plausible. Los primeros días tras la llegada de mi sobrina, él pareció haber entrado en estado de protesta, aún enojado porque mi hija no lo tuvo en cuenta a la hora de tomar aquella decisión. Salía muy temprano en la mañana y regresaba ya entrada la noche. Evitaba a toda costa las cenas juntos, dejándonos solas a Carlota y a mí.

Creo que por lo menos durante la primera semana, él y ella no se dirigieron la palabra y Adolfo pasaba sus noches en uno de los cuartos que se disponían para las visitas. No imaginé que la situación era tan complicada hasta aquella discusión. Sin embargo, fue después cuando de nuevo hubo cambios en el comportamiento de mi yerno. De a poco, luego de que Marina ya llevaba varios días de tiempo completo en la casa, él comenzó a pasar menos tiempo fuera.

Es cierto que el trabajo en los cultivos disminuyó bastante luego de la cosecha, pero aquello no parecía ser suficiente como para justificar su constante presencia dentro del hogar. Si primero estaba fuera desde antes del amanecer, ahora ya no salía hasta no haber desayunado.

Al mediodía siempre pasaba unas dos horas luego del almuerzo y mucho antes del atardecer ya estaba preparado para cenar. No obstante, a pesar de aquellos cambios y que su aparente enojo había sido remplazado por su antigua amabilidad y tranquilidad en su proceder, Carlota no daba señal de aceptar aquello y ambos continuaron durmiendo en camas separadas.

Aunque todo me parecía no menos que curioso, como siempre, evitaba meterme en sus asuntos. Eso, claro, desde que nada de ello evolucionara hacia algo más grande y violento.

Dentro de mí, había comenzado a crecer una duda, o más que eso, algo indefinible que me llenaba de inquietud. Sospechaba que aquellos comportamientos y la presencia de Marina en la casa no debían ser considerados como temas aparte y, además, algo de un carácter más oscuro se ocultaba tras todo aquello. Lo visible era solo una pequeña fracción de lo que el problema abarcaba en realidad.

Sin embargo, nunca me he caracterizado por ser una persona imprudente, por lo que, si quería desenmarañar todo el asunto, debía pensar en obtener la información necesaria a través de los no implicados, al menos de manera directa, y proceder con tanta cautela como me fuera posible. Sabía que no podía contar con Marina y tampoco Carlota o Adolfo. Los únicos recursos disponibles eran por tanto los demás empleados de la finca; de los cuales solo la cocinera y el mayordomo eran de mi plena confianza.

Pensando en que quizá los hombres tenían menor tendencia al chisme, creí adecuado acercarme primero a este, pues confiaba en que, sin importar cuánto llegase a preguntarle, él sería lo suficientemente prudente para no ir con aquello a nadie más.

Así pues, cierta mañana, después de haber tomado la media mañana, y luego de asegurarme de que Adolfo y Carlota se hallaban uno en los cultivos y la otra en su estudio, fui a dar un paseo por la parte trasera de la casa.

Allí encontré a Bernardo, quien se encontraba lavando las porquerizas. Me acerqué y le saludé desde la entrada pues no tenía intención de ensuciarme. Él pareció más que sorprendido de verme allí.

—¡Doña Ana! —exclamó Bernardo cuando notó mi presencia—. ¿Usted que está haciendo por acá? Raro que no esté en el jardín o en la casa. ¿Necesitaba alguna cosa? 

Pues me parece que lo mejor es ir directo al punto, querido. Necesito cierta información.

Bernardo abrió los ojos de par en par y aunque estoy segura de que entendió cada palabra de lo que dije, la expresión en su rostro mostraba no solo estar atónito, sino que parecía cohibido y preocupado por tener que decir algo en verdad incómodo.

¿Qué clase de información necesitaba, doña Ana? 

Siendo muy franca, no estoy del todo segura. ¿Consideras que hay algún particular sobre el que yo debería saber? 

Su mirada iba de un lado para otro y sus ojos parecían evitar los míos a como diera lugar.

Qué pena me da con usted, doña Ana —continuó—, pero, no sé qué decirle, no entiendo muy bien qué es lo que está buscando saber. 

Bueno, sí, trataré de ser más clara. ¿Tienes alguna idea de algo que haya sucedido con los señores de la casa? ¿Sabes por qué su matrimonio parece ir de mal en peor y eso desde que yo estoy aquí? 

Bernardo pareció aún más contrariado y suspiró en varias ocasiones. Daba la impresión de no estar del todo convencido sobre qué debía decir o cómo lo debía decir.

Ay, doña Ana, ¿usted en qué me está metiendo? Mire, yo la verdad no le puedo contar mayor cosa, usted me entenderá. Pero yo siempre he intentado no meterme en las cosas de los patrones. De lo que sí puede estar tranquila es que eso viene desde mucho antes de que usted llegara. Es más, para mí que doña Carlota la trajo para bregar a arreglar un poquito el ambiente. 

¿Y qué fue lo que pasó? ¿Tan horrible estaba la cosa por acá? 

No le puedo decir más. Tampoco sé mucho sobre qué fue lo que pasó exactamente. Me da mucha pena con usted, doña Ana, no poderle ayudar más. 

Tranquilo, has sido de buena ayuda, Bernardo. Te agradezco mucho, querido. Seguí en lo tuyo. Ah, y que esto quede entre nosotros, por favor; no quiero que nadie sospeche que estoy averiguando chismes. 

Dicho esto, di media vuelta y regresé por donde había venido.

Era mediodía y la hora del almuerzo. Adolfo estaba ya en el comedor cuando yo entré. Con algo de nerviosismo en su rostro, Marina salió de la sala y se dirigió hacia la cocina.

Fui a buscar mi asiento y entonces Carlota entró también. Dio un saludo vago y fue a sentarse en una de las cabeceras, justo al otro lado de donde estaba su marido. Ninguno decía palabra.

Apenas si él me preguntó qué había hecho en la mañana, pues cuando había llegado no me había visto en el jardín, como de costumbre. Le dije que había ido a dar un paseo por el bosque para ejercitar un poco las piernas. Él pareció haber creído aquello, sonrió y nadie volvió a decir nada hasta que Marina y Graciela, nuestra cocinera, entraron con sendas charolas repletas de comida. Cuando todo estuvo servido en la mesa, mi hija hizo una intervención que dejó perplejos a todos los presentes.

Marina —dijo Carlota—, Graciela, acompáñenos en la mesa, por favor. 

Las mujeres la miraron atónitas e igualmente Adolfo; si bien este trataba de disimular la sorpresa, se le vio incómodo en su asiento. Graciela intentó disuadir con modestia a Carlota, pero esta insistió en que almorzaran en la mesa con nosotros.

Vamos a implementar nuevas costumbres —continuó Carlota—. De ahora en adelante todos nos sentaremos a la mesa siempre que las labores no se vean interrumpidas. Graciela, por favor ve y busca a Bernardo, que venga también. 

La cocinera asintió y salió en busca del mayordomo. Mientras tanto, Marina se sentó a la mesa, justo frente a mi lugar. Su rostro estaba más pálido que antes y su semblante poseía un aura de terror, perplejidad y algo que no sería capaz de definir con palabras. Finalmente, Graciela y Bernardo habían llegado y tomado asiento.

Carlota dio el permiso para que todos hincáramos el diente. A pesar de lo concurrido que estaba el comedor en aquel momento, la sala se llenaba con los poco exquisitos sonidos de la sinfonía de platos y cubiertos; nadie se atrevía a modular siquiera. Todos parecían alerta a cualquier cosa inesperada.

Los empleados se echaban miradas de confusión entre ellos; un par de veces vi que Marina y Adolfo se miraban con recelo. Carlota era la única que daba la impresión de estar en calma, al menos comía sin dar importancia alguna a lo que el resto hacíamos.

Al final, Adolfo fue el primero en terminar y retirarse de la mesa; lo siguieron Marina, Bernardo y por último Graciela. Mi hija y yo terminamos en soledad, con lo que, aprovechando aquello, decidí aventurarme a hablar con ella.

¿Qué fue todo este teatro, querida? —Le pregunté usando un tono de reproche.

¿Cuál teatro, amá? No te entiendo. 

Pues este almuerzo, ¿cuál era la intención que tenías poniéndonos a comer a todos juntos? 

Nada de raro, amá. No te preocupes. Todo está bien y me parece que el ejercicio fue muy productivo. Ya me retiro. Que pases buena tarde. 

Y sin darme tiempo para una réplica, Carlota recogió su plato y se fue. Me quedé allí sentada durante un rato más. Cuando me cercioré de que tanto Carlota como Marina habían abandonado la cocina, fui en busca de Graciela.

Graciela, querida. ¿Cómo estás?

Ah, doña Ana. ¿Cómo me le va? ¿Se le ofrece un tintico o qué buscaba por estos lares? 

Un tinto está bien, querida, muchas gracias. Pero no vengo solo por eso. Necesito información y creo que no habría una mejor fuente.

Graciela sirvió dos tazas de café y las puso en la mesa. Las dos nos sentamos en la banca.

¿De qué información hablamos, doña Ana? —Preguntó Graciela.

El tono que había adoptado daba a entender que había comprendido bien cuáles eran mis intenciones. Se había acercado bastante y hablado en voz baja.

Podríamos empezar por temas recientes, querida. ¿Alguna idea de qué fue lo que acabó de pasar en el almuerzo? 

Ay, bendito Dios. A mí me dejó aterrada tanto como a todos. ¿No vio cuál de todos estaba más pasmado? Por ese lado no creo estar del todo segura. 

¿Pero tienes sospecha de algo? 

De pronto, pero como no es nada fijo, prefiero no andar metiendo en chismes a nadie, doña Ana. No sea que uno arme un chicharrón bien bravo. 

Claro, sí, es muy prudente de tu parte, querida. Por otra parte, esta mañana estuve charlando con Bernardo. Me dio un aire vago sobre lo que me inquieta, pero fue muy poco en realidad. Por eso he recurrido a vos. Él me contó que, desde antes de mi llegada, en esta casa hubo algún problema entre Carlota y Adolfo. 

Graciela enarcó las cejas y las arrugas de su frente se marcaron. Dio un sorbo de café y entonces la conversación continuó.

Problema no es palabra —dijo Graciela—. Pero no sé si yo debería contarle, doña Ana. No vaya y me meta en un lío con la patrona. 

¿Y entonces a quién más le voy a preguntar? Los únicos en quienes se puede confiar en este asunto es en Bernardo y en vos. Y ese bobalicón no fue capaz de decirme mayor cosa. Ahora no te me vas a acobardar vos también. 

Ay, doña Ana —dijo medio lamentándose—. Es que eso es un chicharrón muy grande el que había en esta casa. Yo creo que por eso doña Carlota la trajo a usted, para ver si se calmaban las aguas. 

Algo así me dijo Bernardo, sí. Parece que no les preocupaba tanto que yo estuviera sola en el pueblo, sino más bien que les pudiera apagar el incendio.

Y si de candela hablamos, la cosa estaba bien caliente. Todos echaban candela a su manera. Doña Carlota vivía furibunda y don Adolfo era otra cosa, andaba calentándole el oído por ahí a alguien. 

¿Adolfo andaba con moza o cómo así, querida? 

Ay, no, doña Ana. Vea, yo tengo mucho que hacer ahorita y muy poquito tiempo para andar contándole chismes. 

Pero ¿cómo se te va a ocurrir dejarme iniciada? 

No, no, no. Vea. Si le parece bien, después de la merienda, nos vemos en la pieza mía y yo le acabo de contar bien todo lo que sé y lo que no sé, pero que sí sospecho y es casi seguro que así es. 

Ay, querida, me vas a tener con los pelos de punta hasta muy tarde. 

Pues cuando le acabe de contar todo, no va a ser capaz de estarse parada. 

Graciela se terminó su tinto y sin más se marchó hacia el lavadero.

Dado todo el ajetreo del día y a lo alterados que estaban ya mis nervios, decidí que lo mejor era ir a atender el jardín y así despejar un poco la cabeza. Un par de horas removiendo tierra, arrancando hierbajos, recortando hojas y tallos, regando y abonando, surtieron su efecto. Para la cena ya mi cuerpo se sentía un poco más en calma y estaba lista para lo que se viniera.

La comida, de nuevo, fue con los tres empleados de la casa. El efecto sorpresivo que reinó en el almuerzo ya no se había hecho presente, al menos no del todo. Las miradas entre unos y otros seguían apareciendo a cada tanto. Noté que algo se cocía entre Marina y Adolfo, pero con tanto disimulo que era difícil notarlo con facilidad.

Cuando todos terminamos, en el rostro de Carlota resultaba evidente una expresión de satisfacción. Era como si hubiera logrado hacer algo muy importante que intentaba desde hacía bastante. Al interrogarla con la mirada, la única respuesta que recibí fue una sonrisa; una que no mostraba ternura, sino más bien triunfo.

A eso de las ocho, todos se habían retirado a sus alcobas. Tuve que esperar hasta casi las diez para poder bajar a la habitación de Graciela. Solo cuando estuve segura de que no se oía un solo ruido diferente a los ronquidos de todos, entonces fui escalas abajo.

La recámara de la cocinera se encontraba contigua a la cocina; lo que era, claro está, más que conveniente para ella. Di tres golpes con firmeza en la madera, pero con cuidado de no hacer un ruido excesivo que pudiera despertar a alguien más. Cinco segundos después, la puerta se abrió y entré.

Casi que no aparece, doña Ana —dijo Graciela—. Llevo en ascuas desde las nueve, creí que no iba a venir. 

Ay, querida, entenderás que tenía que esperar a que Carlota se acostara por lo menos. Pero aquí estoy, así que lo mejor es que empieces de una vez.

Entre más rápido, menos doloroso, así que voy a intentar no extenderme mucho. 

Y entonces me contó, lo mejor que pudo, todo lo que había pasado antes de que yo llegara a la finca.

Hace por ahí dos años y medio —comenzó—, yo llevaría trabajando aquí unos dos meses, más o menos; los patrones contrataron a una pareja para que se encargaran de varias labores. La muchacha, que se llamaba Orfilia, iba a hacer, así por encima, lo que ahora hace Marina. Mientras tanto, el novio de ella, Nicolás, sería el ayudante de Bernardo. Y bueno, como estaban juntos, pues doña Carlota les ofreció una pieza, la misma que está ocupando su sobrina ahorita.

—Ellos se instalaron y empezaron a trabajar. La verdad es que ninguno de los dos daba de qué hablar; eran unos muchachos muy juiciosos. Pero eso no iba a durar para siempre. Fueron pasando los días y la cosa empezó a enredarse. Y de aquí en adelante lo que yo le diga es mitad chisme, mitad sospecha, porque lo que pasó en realidad no creo que lo sepan sino los implicados.

—Orfilia era más bien recatada y tímida, poquito era lo que hablábamos en general; eso sí, era muy educada, siempre saludaba y estaba bien pendiente de la labor. Cuando llevaban unos seis meses aquí, yo empecé a ver algo como raro, y era que don Adolfo se pasaba ya mucho rato en la casa. Se iba más tarde por la mañana, venía más temprano por la tarde; usted me entiende, doña Ana. Por ahí derecho, la muchachita se portaba distinto. Se le veía como medio intimidada, a veces se enojaba muy fácil, casi ni se le podía hablar; agarró un aire como muy altanero.

—El señor Nicolás, siempre vivía muy metido en su trabajo, a toda hora con Bernardo y poco más le sabría decir. Doña Carlota también parecía muy al margen de todo porque se le veía contenta como siempre. Y así mismo fueron pasando los meses. Don Adolfo vivía más pendiente de Orfilia, eso era detrás de ella a cada rato; en general lo veía una de mala gana también, aunque parecía también como preocupado y nervioso; lo mismo que ella. Los dos vivían pendientes de que no fueran a descubrirlos.

—Ya como dos meses antes de que usted apareciera por acá, doña Carlota empezó a ponerse fastidiosa también; se le alborotó el mal genio, se le subieron los humos y las peleas con don Adolfo se volvieron pan de cada día. Y para colmo de males, lo mismo fue con Nicolás, que ya vivía de problema en problema; hasta con Bernardo tuvo sus líos, según supe.

—Alguna vez me atreví a preguntarle a Orfilia qué era lo que estaba pasando; pero lo único que me gané fue un grito, que eso era asunto de ella, Nicolás y los patrones; que dejara de ser metida, me dijo. Mejor dicho, yo no volví a averiguar cosas. Al final, la cosa se fue poniendo más fea y terminó como tenía que acabar. Un día, Orfilia y Nicolás ya no estaban, los echaron; o eso se dice porque en realidad no se les vio ni despedirse. Como a los quince días apareció su merced y el resto pues ya lo sabe usted de primera mano. 

Cuando Graciela terminó su relato, me pareció que las dos nos habíamos quedado sin aire. Ella parecía que había querido contar aquello desde hacía tiempo y yo no podía estar más perpleja por todo lo que acaba de entrar por mis oídos.

Yo no sé qué decir, querida. Es que lo que me acabas de contar es mucho más de lo que yo me alcanzaba a imaginar. 

A mí lo que me preocupa es que la historia se repita. Porque la verdad yo estoy viendo a don Adolfo lo más de contento y a doña Carlota mirándolo de lejos. 

¿Te parece que Marina esté implicada? 

Es solo cosa de mirarlos a todos, doña Ana. Entre esos tres hay algo raro. Lo mismo que la otra vez. 

Como ya era tarde y no había mucho más que discutir, decidí dejar que Graciela descansara y entonces regresar a mi cama para intentar conciliar el sueño; cosa que dudaba iba a poder lograr con facilidad. Pero pasó algo que de verdad no esperaba y era de lo más inexplicable. Cuando empezaba a subir las escalas escuché un ruido de pasos detrás de mí. Al voltearme para mirar, descubrí a Marina camino de la entrada principal.

Me llamó aún más la atención la forma en cómo la chica caminaba. No podría describirlo de otra manera, su andar era algo solemne; sus pasos eran cuidadosos, sin prisa; su frente se mantenía en alto y su espalda tenía tal rectitud que sus pechos daban la impresión de ser más grandes de lo normal. Iba ataviada con una bata blanca y parecía no haber notado mi presencia.

En el momento en que abrió la puerta y salió, decidí que debía ir tras ella. Fui con precaución para no ser escuchada y me cercioré de que nadie más me veía. Y las sorpresas no terminarían todavía.

Marina detuvo su recorrido justo frente a mi jardín; pero eso no era lo más interesante pues con ella estaba alguien más. Era otra mujer, su rostro y figura me resultaban desconocidos; daba la impresión de que estaba cubierta por alguna especie de velo y metida entre las sombras de los árboles.

Algo no menos curioso era lo que parecía ser su conversación; ambas se miraban como quienes están en verdad metidas en una charla profunda; sin embargo, ninguna de las dos movía un músculo. El silencio de la noche reinaba en todo el sitio. Finalmente, tuve que ocultarme a un lado de la casa cuando Marina dio media vuelta para regresar a la casa.

Cuando volví a mirar hacia el jardín, la otra mujer había desaparecido; parecía haberse esfumado. Sin más dilación, regresé a mi habitación y de más está decir que no pude pegar el ojo.

La mañana llegó y no habría otro adjetivo que describiera mejor a mis nervios como descalibrados. Todo lo ocurrido el día anterior y sobre todo durante la noche, me había desubicado por completo.

En la mañana, tras el desayuno, fui al jardín tan pronto como pude. Allí noté las huellas que habían quedado en el lugar donde Marina había estado de pie y, sin embargo, aunque busqué de forma incansable, no había rastro de la otra mujer; ni siquiera una ramita rota pude hallar.

A mi sobrina la noté igual de taciturna que antes, si acaso un poco más pálida; no parecía que hubiera ningún cambio notorio. Siendo sincera, en aquel momento ya no tenía la menor idea de qué debía hacer. Si iba a hablar con Marina o Carlota, era seguro que ambas negarían cualquier cosa que pudiera sugerirles; en caso de preguntar a Adolfo, lo más probable es que se riera y echara por tierra todo el asunto. No tenía a quien más acudir. Y con el panorama tan oscuro, lo mejor sería solo abandonar cualquier intento por solucionar el problema. Eso era asunto de ellos tres y nada más había que decir.

Pasaron un par de semanas y, aunque no pude del todo sacarme de la cabeza aquel embrollo, cada día me importaba menos; si bien era bastante obvio que se ponía peor, dado el comportamiento de creciente mezquindad de los implicados. Sin embargo, a pesar de mi intento por dejar todo de lado, los hechos mismos harían que me implicase y de forma directa.

Cierta noche, atacada por el insomnio, decidí bajar a la cocina en busca de un agua aromática que me ayudara a conciliar el sueño. Me tomé unos momentos sentada en el desayunador mientras bebía aquel té y finalmente fui a dejar el pocillo en el lavadero.

Cuando me giré para ir de regreso a la escalera vi a alguien que empezaba a subir. Era Marina. De nuevo con aquel andar extraño y ataviada con esa bata siniestra. Yendo con sigilo, la seguí. Subió muy despacio las escaleras y luego avanzó por el corredor, se detuvo frente a la puerta de la pieza donde dormía Carlota.

Mi corazón iba a diez mil latidos por hora; no sabía qué hacer, pero algo me decía que no podía detenerla. Entonces abrió la puerta y entró. Caminé dando un paso a la vez, cuidándome de que el entablado no fuera a hacer algún ruido, hasta que al fin llegué al umbral y pude mirar hacia adentro.

Marina estaba a un lado de la cama, frente al rostro de Carlota, que aún dormía, y con un cuchillo en la mano derecha. Cuando mi sobrina movió el brazo y vi el ademán de clavar el puñal en mi hija, no pude sino hacerlo.

¡Carlota! —grité sin pensarlo.

Vi que ella despertó y Marina se giró hacia mí con brusquedad. Su rostro era más blanco que nunca. De pronto vi que su boca se abrió de forma grotesca, inhumana y sus ojos se volvieron más oscuros que la noche. Un grito espectral llenó la habitación y entonces sentí como si mi cuerpo se desvaneciera y cayera en un abismo infinito.

Desperté en medio del día, en la parte trasera de la finca. La luz era invasiva, me molestaba en los ojos y no podía escuchar nada con claridad; había una especie de silbido en mis oídos.

Frente a mí estaba Carlota, hablando con un hombre joven, aunque no podía capturar nada de lo que decían. Mi hija tenía un corte de cabello diferente al actual, uno que usaba cuando recién llegué a la finca. Así que entendí que lo que veía no era el presente, sino el pasado, y que yo no estaba ahí realmente. Todo aquello era algún tipo de visión.

Carlota y aquel hombre estaban muy cerca la una del otro, se veían confiados, aunque en estado de alerta constante. Entonces él le tomó una mano a ella y la besó. Había una pasión desbordante entre ellos, él la tocaba de forma lasciva y lo propio hacía ella. La escena se desvaneció y, como una nube, otra se acercó.

En medio del bosque, cerca de donde se ubicaría mi jardín, estaba Adolfo acompañado de una jovencita muy bien parecida. De nuevo, no pude sino verlos, pues sus voces habían sido enmudecidas. Él parecía enojado mientras le contaba algo a ella. La forma en como mi yerno se movía daba la impresión de estar tratando de explicar algo a la muchacha y la expresión en el rostro de esta denotaba solo incredulidad y confusión. Finalmente, Adolfo se hartó y regresó a la casa.

De nuevo, todo se esfumó y aparecí afuera de una cabaña desconocida, toda rodeada de árboles. En la entrada estaba Adolfo con una escopeta entre las manos y una mirada furibunda. Lejos, detrás de un matorral, vi a la muchacha, quien evidentemente era Orfilia, que vigilaba los movimientos de mi yerno. Su cara expresaba solo pavor.

Adolfo empujó la puerta y entró en la casa. Cuando Orfilia salió de entre los árboles e iba a entrar, desde dentro salió corriendo Nicolás, quien iba sin una sola prenda de vestir, despavorido. Detrás salió Adolfo, apuntándole con el arma. En tercer lugar, apareció Carlota, también desnuda e intentando detener a su marido.

En medio del forcejeo entre ellos dos, Orfilia se quedó de pie, entre la casa y el bosque, llorando desconsolada. Nicolás había desaparecido entre los árboles. Mi hija y su esposo peleaban y entonces, sin saberse bien cómo, el arma fue disparada.

Orfilia cayó en la hierba, ante los ojos perplejos de los otros dos. El telón fue bajado una vez más. Era de madrugada y frente a la casa, en donde estaría mi jardín, Adolfo cavaba. Carlota vigilaba con atención. A un lado yacía el cuerpo inerte de la joven empleada. Luego él la empujaría dentro del hueco y la cubriría de nuevo con la tierra excavada.

Las luces se apagaron y encendieron otra vez. Junto al bosque vi a Orfilia, o más bien a su espectro, charlaba con Adolfo y con una enajenada Marina. La oscuridad reinó.

Abrí los ojos. Estaba de nuevo en la habitación de Carlota. Me levanté como pude, aturdida y desubicada. Sentada en la cama estaba mi hija. Las manos le cubrían el rostro y había roto en un llanto sin consuelo. Frente a mí, en medio de un charco escarlata, estaba Marina; tenía un cuchillo clavado en el pecho y otros cuatro agujeros sangrantes en su abdomen.

 


Jorge Andrés Jaramillo es un colombiano amante de la literatura, gusto adquirido desde muy temprana edad. Sus mayores influencias fueron escritores como Agatha Christie, Edgar Allan Poe, Roald Dahl y Charles Dickens; autores que dejan trazos visibles en sus relatos.

Ha sido coautor de las antologías Confesiones a la muerte, Relatos de un alma adolorida y Pesadillas sin sueño de ITA Editorial. Asimismo, ha colaborado con la Revista Cronopio. Ha sido finalista y ganador de varios concursos y convocatorias de cuento en su país. En la actualidad se encuentra adelantando sus estudios de pregrado en ingeniería civil en la Universidad de Antioquia, institución que también ha aportado en su formación en los campos de la creación literaria y las lenguas.

Se lo puede encontrar en Instagram y en Twitter.

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