El sastre
Matthew vivía en un diminuto apartamento en la planta superior de su sastrería, la más antigua de Banff. Quienes lo conocían lo describirían como un viejito tranquilo con una vida tranquila; capaz de reparar casi cualquier daño y con bastante talento a la hora de diseñar y manufacturar trajes y vestidos.
Era lunes en la mañana y como de costumbre, luego de darse un baño rápido y desayunar huevos con tostadas y jugo de aguacate, Matthew bajó hasta la primera planta, quitó las cerraduras y puso el letrero de «abierto» en el cristal de la puerta de entrada. En el suelo encontró el correo matutino. Lo recogió y ojeó deprisa. Un par de facturas de servicios, una carta de su hermana Margaret y otra con un remitente que no conocía, un tal señor Robert White, remitente de la población de Canmore.
Tomó esta última y dejó lo demás sobre el mostrador. Se colocó sus gafas de medialuna y sacó la carta del sobre. El mensaje era más bien vago, muy breve: el señor White quería que le visitase en su casa a las afueras de Canmore, tan pronto como fuera posible. Matthew buscó papel y pluma y escribió una respuesta rápida, confirmando que estaría allí el martes a primera hora.
La oficina postal quedaba al lado de la sastrería, por lo que Matthew pudo llevar él mismo la carta, sin pérdida de tiempo, y cinco minutos después estaba de regreso en su local.
Leyó la carta de Margaret, nada relevante, y el resto del día estuvo tranquilo, solo un par de visitas de los viejos Benjamin y Edmund. Un arreglo simple para el primero y el segundo solo pasó a saludar.
Cerró temprano, poco después de las dos. Subió al apartamento y se quedó en la terraza hasta bien entrada la noche, leyendo a Dickens y observando el colorido paisaje otoñal.
El martes, al amanecer, se levantó y tomó su ducha fría. Sacó su traje de paño inglés, su corbatín verde favorito y su boina. Tomó el desayuno de siempre y salió con su viejo, pero no descuidado, maletín de cuero marrón, en el que llevaba un par de cintas métricas, alfileres, botones, hilo, tijeras, retazos de variadas telas, grafito, papel y un libro de cuentos de Dahl.
Salió a la calle para ir en búsqueda de su viejo escarabajo rojo, el cual guardaba en el garaje de la casa de Edmund.
El amanecer fue fresco aquel día; soplaba un viento suave desde el oeste y el cielo se pintaba con arreboles naranja y rosa. Las calles estaban vacías y en silencio. Matthew caminaba con un aire jovial, alegre y silbando una melodía de Vivaldi.
En menos de diez minutos, ya estaba sobre la carretera con rumbo hacia Canmore.
Conducía a una velocidad media mientras cantaba a viva voz Come fly with me, cuando de pronto silenció su voz, pues había caído en cuenta de algo. Intentaba recordar la dirección de la casa del señor White, sin embargo, su mente no le daba claridad al respecto. Creía recordar que era algunas millas antes de llegar a Canmore, pero nada más. Le dio un voto de confianza a su memoria, así que decidió aminorar un poco la velocidad, bajar el volumen de la música y prestar atención por si veía alguna salida de la carretera principal, pues el pueblo ya no estaba tan lejos.
En efecto, al lado izquierdo de la vía, entre los árboles, apareció una portada hecha de hierro, toda oxidada y con dos grandes letras W en la parte superior del arco.
Matthew giró y pasó bajo la entrada metálica y siguió sobre una carretera destapada que se internaba en el bosque.
Poco más de una milla de recorrido lo llevó hasta una pequeña glorieta al final del camino. Allí, imponente, una gran casa de estilo victoriano se alzaba entre un gran campo de abetos.
La fachada lucía bastante descuidada. Los ladrillos habían sido opacados tras años de olvido y la hiedra trepaba por gran parte de los muros externos.
Matthew detuvo el auto frente a la entrada y luego se plantó con su maletín frente a la gran puerta de roble y golpeó tres veces contra esta, a uno de los dos aldabones de bronce tallados con forma de león.
Medio minuto después, la puerta fue abierta, aunque dentro parecía no haber nadie. «Quizá tenga algún sistema automatizado, la tecnología es impresionante por estos días», se dijo Matthew.
—¡Buenos días! —llamó Matthew.
Su voz retumbó por toda la mansión, pero nadie le respondió.
El sastre dio algunos pasos hacia el interior, con mucha timidez y observó el lugar.
Tenía en frente una gran escalera cubierta con una alfombra escarlata. Una araña de cristal colgaba a veinte metros del suelo y tanto a izquierda como a derecha, un par de grandes corredores parecían dirigirse a la nada.
—¡Buenos días, extraño! ¡Bienvenido!
Una voz proveniente de no se sabía dónde resonó en la casa. A Matthew se le erizó un poco la piel al escucharla.
Unos segundos más tarde, pudo oír que se aproximaban pasos a través de alguno de los pasillos.
A su derecha vio aparecer a un hombre a quien Matthew no fue capaz de definir a primera vista.
Era un hombre alto y delgado, de unos cuarenta y tantos; cabello negro, peinado con exceso de gel y una enorme sonrisa plantada en la cara. Caminaba erguido, casi como en una pasarela. Sin embargo, su ropa era lo que más llamaba la atención. Lucía un traje dorado, con detalles en un azul brillante; una camisa púrpura; un corbatín negro y una capa color turquesa con pequeñas estrellas plateadas. Además, traía un extraño artefacto en su diestra.
—Perdóneme si le he asustado —dijo el extraño—. Me gusta un poco el drama, como a todo buen showman. El drama es la pizca de picante que le adicionamos a la vida, ¿no le parece?
Matthew intentó no aparentar sorpresa ni parecer grosero, pero no sabía qué decir. Además, estaba terriblemente absorto en lo que fuera que el otro llevaba en la mano.
Cuando el otro hombre lo notó, dijo:
—¡Ah! No se preocupe por esto —dijo mientras levantaba el dispositivo—, es solo un nuevo juguete para un truco que estoy desarrollando. ¡Soy un mago, mi buen amigo!
La última frase la dijo con un exceso de drama en su voz y finalizó con una profunda reverencia.
Aunque aterrado, Matthew sintió que debía intervenir.
—Para mí es un placer atender a tan importante caballero —dijo Matthew.
—¡Oh! No es para tanto —dijo el mago con falsa modestia.
—Bueno, para mí es un gusto, señor White.
—¿Cómo dice? —el mago pareció distraído.
—¿Es usted Robert White?
—Oh, puede llamarme Robert, por supuesto. El nombre no importa. Hace una semana mandaron a uno que no paraba de decirme Michael. ¡Sabrá Dios de dónde sacó tal idea, el pobre!
Matthew tan solo asentía y sonreía con timidez. Sus párpados se movían con más frecuencia de lo habitual. Estaba en serio aturdido por la extravagancia de aquel hombre.
—Pero bien —continuó el mago—, lo mejor será que nos apresuremos. En definitiva, no hay tiempo para esperar.
Se acercó a uno de los pilares de la escalera y lo empujó. El primero de los escalones desapareció, mostrando un compartimento oculto. Allí colocó el desconocido aparato y tras un nuevo empujón al pilar, el escalón volvió a la normalidad.
—Muy bien —dijo el mago—, sígame por acá.
Caminaron por el pasillo de la derecha.
Matthew no lograba ocultar su perplejidad. No sabía qué era más extraño, si aquel mago absurdo o la casa en sí misma. El corredor por donde lo llevaba estaba lleno de cuadros en ambos costados. Matthew pudo distinguir uno en el que un gran cuervo negro fumaba lo que parecía ser una zanahoria. Vio a una sirena siendo maestra en una escuela donde todos los estudiantes eran pingüinos. Una cabra estaba sentada pescando sobre un pequeño bote desvencijado que flotaba en un lago de fuego. Dos conejos magenta jugaban dominó en un bar. Y un viejo zorro bailaba tango con un venado.
—Aquí está —dijo el mago luego de detenerse.
Habían llegado al final del pasillo y estaban de pie ante una puerta blanca de madera.
—Adentro verá un globo azul —continuó el mago—, hoy despertó un tanto melancólico. Usted debe tomarlo y no permita que explote o lo podría hacer enfurecer.
—¡¿Enfurecer al globo?!
Matthew creyó que aquello era perfectamente posible en ese lugar.
—Por supuesto que no —dijo el mago con serenidad y riendo con delicadeza al final—. No, los globos no tienen sentimientos, ¡no estos, al menos! Pero bien, usted sabe mejor que yo cómo hacer su trabajo. Estaré en el estudio, al final del otro pasillo. Cuando acabe, pase por allí para entregarle su pago.
Diciendo esto, el mago regresó por donde habían llegado, dejando a Matthew todavía más confundido.
«Averigüemos qué hay aquí», pensó Matthew. Entonces abrió la puerta.
Al entrar en la habitación vio un globo azul, como le había dicho el mago, con una pequeña cinta negra colgando debajo. Lo tomó y atravesó una cortina escarlata que había a la derecha.
Lo que vio el pobre Matthew lo dejó paralizado. Frente a él se hallaba el tigre de bengala más grande que hubiera visto; estaba sentado a una mesa de té, usando un tutú rosa y mirándole directo a los ojos.
En algún lugar cerca de Canmore el señor Robert White estaba sentado en el pórtico de su casa, mirando el reloj, esperando al sastre.
Jorge Andrés Jaramillo es un colombiano amante de la literatura, gusto adquirido desde muy temprana edad. Sus mayores influencias fueron escritores como Agatha Christie, Edgar Allan Poe, Roald Dahl y Charles Dickens; autores que dejan trazos visibles en sus relatos.
Ha sido coautor de las antologías Confesiones a la muerte, Relatos de un alma adolorida y Pesadillas sin sueño de ITA Editorial. Asimismo, ha colaborado con la Revista Cronopio. Ha sido finalista y ganador de varios concursos y convocatorias de cuento en su país. En la actualidad se encuentra adelantando sus estudios de pregrado en ingeniería civil en la Universidad de Antioquia, institución que también ha aportado en su formación en los campos de la creación literaria y las lenguas.
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