El peso del apellido
“Quemaron toda la casa para poder encender un cigarrillo”. Las palabras mencionadas por Mijaíl Gorbachov en una entrevista justifican su renuncia y la caída de la URSS como una victoria, un destino inevitable en el cual Europa terminó por darle la espalda.
En las entrañas rusas hay desconfianza. No importa si es el zar, el dictador, Putin, el cristianismo o la filosofía occidental: el cuestionamiento es regla y la forma de vida, aunque el culto y los porfiados costumbrismos indiquen lo contrario.
El periodista norteamericano John Reed afirmó en los albores de la revolución que en ninguna otra parte del mundo se discutía tanto como en Rusia, a pesar de parecer un pueblo parco, frío y de que su lengua sea lo más parecido a los susurros.
Esto se aprecia en los relatos de Tatiana Tosltáia que, siendo sobrina nieta del universal Tolstoi, no parece cargar con la condena de su apellido.
Mundos Etéreos, su último libro publicado por Tusquets (2021) como parte de la colección Rara Avis, es un caleidoscopio de la decadente Unión Soviética de los años ochenta.
Allí, refleja un pueblo en el que aún sobrevivían las supersticiones campesinas y que, hasta hace no muchos años, lidiaba con la pobreza, el analfabetismo y la tuberculosis.
Testimonio de un siglo que dejó de pertenecerle a los chinos o a los árabes para ser de dominio eslavo, y en el cuál el ateísmo terminó perdiendo la pulseada con la imagen de Cristo. Años en los que La Madre Rusia agonizaba y sucumbía ante el nuevo mundo globalizado y ante las sonrisas de los Reagan y los Bush.
Tolstaia hace de aquel mundo nublado, un lugar florido, un cuento de Gógol repleto de fantasiosos y burócratas. Todos hablan, todos discuten, argumentando hasta el final las más pequeñas cosas y deshilachando cada pensamiento.
¿Por qué las borracheras son tan tristes?, ¿por qué los rusos hablan hasta el cansancio hurgando en las llagas de su historia?, ¿de dónde viene esa costumbre de complicarse el día a día? Entre Leningrado y San Petersburgo, entre el mujik y el asalariado, entre París y Creta o entre el Kremlin y la Casa Blanca.
Por momentos, la autora olvida que está escribiendo ficción para dar lugar a pequeños manifiestos sobre la vida moderna.
Ese pueblo ruso -que es eslavo, griego y asiático al mismo tiempo-, libra una batalla de valores con Occidente: “Ortodoxia, Autocracia e Identidad Nacional” discuten con la “Libertad, igualdad y fraternidad” de los franceses, y, tanto en las estepas como a orillas del Sena, ruedan las cabezas como metáforas de las ideas.
La Guerra Fría puede encontrarse en una pequeña discusión doméstica entre una rusa y un americano. La primera, se pregunta por la belleza de las cosas, el otro por su utilidad y por su sentido práctico, llegando a afirmar que en la cultura yankee no importa si las cosas son verdaderas o no, siempre y cuando estén bien justificadas.
El problema de la identidad se hace visible: “¿Qué es el pueblo ruso? ¿Vamos a juzgar por la sangre, por el espíritu, por la fisonomía, por el idioma? Tales preguntas, siempre terminan mal.”
Todos estos mundos conviven y se pierden en una existencia sin fronteras. Allá donde los cadáveres de las naciones sirven de abono para las empresas y la industria, allá donde resuena el inglés en las calles de San Petersburgo y donde duermen Asia y Europa bajo un mismo suelo.
Se puede ver más sobre este libro en la página web de la editorial Tusquets.
Federico Fiori es periodista e historiador. Estudió en la Universidad de La Plata. Además, trabajó como docente.
Actualmente es librero en una de las tantas librerías de Buenos Aires.
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