El Once Cadetes – Por Pablo Seguí

Era media noche y la Luna, desde lo alto del cielo, iluminaba el sendero para un grupo de jóvenes que caminaban -deseosos de vivir una aventura- con el objetivo de conocer al viejo “Once Cadetes”, un árbol legendario por su tamaño que estaba escondido en medio del parque Pereyra Iraola.

Eran muchos los relatos sobre aquel árbol, pero más aún las historias relacionadas con sendero que debían recorrer para llegar hasta él.

Inmersos en la oscuridad, el grupo iba tanteando el camino, mientras esperaba a que sus ojos se adaptasen a la media luz ya que el guía les había recomendado que no usaran las linternas más que como un último recurso.

Entre tanto, las  sombras parecían cobrar vida a su alrededor, asustando (en secreto) incluso a los más valientes. Los sentidos estaban aguzados al límite y, de una forma u otra, cada uno de los integrantes del grupo tenía que batallar a solas con tu propio temor. Los menos valientes miraban de reojo los costados del camino, como queriendo evitar ver algo que los aterrase aún más.

Rumbo al “Once Cadetes”, el guía decidió contarles la historia del porqué de su nombre, una historia de la que muchos sabían sólo una parte pero que los cadetes de la policía habían logrado mantener viva y transmitir de generación en generación, para terror y zozobra de sus compañeros.

En lo profundo del parque se encontraba la escuela de policías Vusetich, cuyos cadetes salían por las noches sin Luna a recorrer los senderos como parte de su entrenamiento. Policías que, aún hoy, siguen recorriendo el camino por las noches en busca de intrusos.

En los años ’70, el parque era un lugar poco visitado en el que se escondían los secretos  más siniestros: durante la Década Infame habían visto una y otra vez un sin número de torturas. No eran monstruos mágicos sino uniformados, con botas y armas de fuego, los que lo deambulaban entre los árboles; seres del mal que se reunían bajo el gran árbol al cual abrazaban entre no menos de once personas.

A cada paso, y a pesar del tiempo transcurrido, podían sentir la muerte en el ambiente. Las brisas frescas les lamían las nucas, crispándoles los cabellos, como si fueran el susurro de las almas atormentadas que aún seguían buscando justicia.

Los aventureros trataban de alejar el miedo con risas nerviosas, toses y comentarios vacíos, pero al final el silencio acaba siendo tan espeso como la oscuridad tras el velo de la Luna.

Trataban de convencerse de que nada iba a pasarles, pero podían sentir en la piel el terror de saber que, aún habiendo pasado tantos años, un encuentro con un patrullero podría resultar igual de aterrador que en esa época.

Recorrido cierto tramo del camino, el guía comenzó a apurar el paso, decidido a llegar cuanto antes al tridente a partir del cual tomarían el camino angosto, un punto seguro en el que ya no podrían seguirlos.

De repente, una luz azul se asomó en el horizonte; faltaban sólo trescientos metros. La luz se hizo cada más y más intensa. El guía empezó a correr y los demás no dudaron en seguirlo. La ansiedad se apoderó de todos.

Tras una orden del guía, saltaron a los costados del camuino, camuflándose en los árboles, cuerpo a tierra y en silencio.

La luz azul siguió acercándose. Podían oír el motor de una vieja camioneta.

Cada vez estaba más y más cerca…

Hasta que finalmente pasó de largo. El grupo de aventureros se sintió como si hubiese eludido a la muerte.

Nuevamente, emprendieron el camino, quitándose las hojas de la ropa.

A medida que avanzaban entendieron el nombre del sendero que les había dicho el guía que iban a tomar: el espacio era cada vez más estrecho, las plantas armaban una galería tan cerrada que la luz de la Luna no podía llegar.

Ya casi llegaban al  “Once Cadetes”.

Con algunas linternas encendidas por la impaciencia de no ver los contrastes y el temor a tropezar, los aventureros arremetían con seguridad el último tramo. El gran árbol los esperaba pero no de la manera que ellos esperaban verlo. El guía se zambulló en un pequeño sendero (oculto a simple vista) que zigzagueaba entre los árboles para finalmente desembocar en un claro donde los esperaba la sorpresa de la noche.

El “Once Cadetes” yacía muerto, partido por un rayo, dividido en 4 grandes gajos que señalaban los puntos cardinales. Un gigante caído ante la inclemencia de la naturaleza que le demostraba que la soberbia y la codicia del poder tienen su karma.

Por muchos años, el gran árbol había acaparado toda la luz y los nutrientes, creando un gran claro sólo él dominaba con su dictadura. Ahora su cuerpo era hogar de muchas otras criaturas que se escondían entre sus viejas ramas secas y nuevos árboles comenzaban a colonizar el espacio liberado.

Los aventureros pasaron del terror a la tristeza. Algunos no dudaron en subirse al tronco más grande, para poder ver la  magnitud del árbol desde una mejor perspectiva.

Tal vez aquel gran ser, bautizado tras un abrazo fraternal con once cadetes, había sentenciado su propia muerte, al quedar marcado como traidor por la misma naturaleza que había visto cómo esos hombres desvirtuaban la dignidad del bosque tiñendo de rojo sus senderos con tanta sangre derramada de jóvenes inocentes.

Probablemente, fue esa alianza clandestina lo que la naturaleza no podía permitir y, partiendo al más grande de sus árboles, demostró que nadie era imprescindible y mucho menos aquellos que coquetean con el  mal y la soberbia embriagadora del poder.

Muchos son los espíritus que rondan los senderos del parque, camuflados por el bosque que los vio morir y formando parte del mismo para siempre, volviéndolo más tenebroso que cualquier otro.

Pero no es el  bosque, ni los fantasmas, ni los animales el principal problema, sino los hombres con poder que, envalentonados por la clandestinidad y el anonimato que le brinda la oscuridad del Pereyra, dejaron fluir su lado más perturbador.

 


Pablo Segui comenzó en el 2016 con su trabajo artístico, tras dejar de lado su estudio de diseño. Así nació Simbionte, su actual proyecto.

Desde niño se inclinó por la ilustración; cursó el bachillerato de arte en el colegio Fray Mamerto Esquiú y luego la carrera de diseño en comunicación visual en la Universidad de La Plata.

A partir de sus conocimientos de arte digital y tintas de proceso, se propuso crear sus propios cuadros en alta definición sobre canvas (soporte que emula el lienzo), lo cual le permite ofrecer sus cuadros en bastidores de múltiples tamaños a un precio amigable logrando una propuesta inclusiva y popular.

Sus cuadros pueden verse y adquirirse en su cuenta de Instagram.

Foto destacada: Once Cadetes, cuadro creado para el presente cuento como parte del proyecto Simbionte.

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