El Inframundo de John Cheever
La vida de un escritor que teniéndolo todo no tuvo nada.
Un hombre amanece con una aplastante resaca y decide mitigarla con una odisea marina en las piletas de su barrio; un hermano visita a su familia para redescubrir los motivos por los que se había marchado; un merodeador recorre por las noches las calles de su barrio y espía las vidas de sus vecinos. En los cuentos de John Cheever (1912-1982) siempre hay algo en descomposición a pesar de que el lector no pueda olerlo en un principio.
A través de una vida material resuelta y llena de comodidades, se filtran los desencantos espirituales, la monotonía de la vida matrimonial y las condenas de los asalariados. Las casas perfectamente ordenadas y frescas se vuelven infiernos psicológicos que el autor aborda en toda su magnitud.
Durante los años cuarenta y cincuenta, John Cheever publicaba sus cuentos en The New Yorker, un periódico que gozó con las tintas de escritores de la talla de John O’Hara, Raymond Carver, Joan Didion o Elizabeth Bishop. Desde ahí el escritor luchó con sus editores y consigo mismo para darse a conocer en el momento más poblado de la narrativa norteamericana y liberó una lucha infatigable con las condiciones contractuales de ser escritor.
Los diarios de Cheever conforman una obra literaria de peso, al igual que los de Kafka, Gombrowicz, Pavese o Julio Ramón Ribeyro. Ahí lleva el registro de más de treinta años de testimonios y percepciones que pueden verse como el inframundo, el fuego donde se forjaron sus breves relatos y el negativo de sus fotos familiares.
Desde dicho inframundo personal se oyen los verdaderos ecos de la voz del propio Cheever pero, incluso sabiendo que se trata de un mismo escritor, lo encontramos en forma de una multiplicidad de facetas, entrelazándose el profesional y el desgarrado, el alcohólico y el castizo, el libertino y el cristiano padre de familia. Por instantes, el diario es una oda a la existencia, una ensoñación optimista que después se ve derruida por su propia inestabilidad.
“Cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece apenas un grano de arena. Es como una jaqueca, una indigestión leve, un dedo infectado; pero pierdes el tren de las 8,20 y llegas tarde para solicitar un aumento del crédito.
El viejo amigo con quien vas a comer de repente agota tu paciencia y para mostrarte amable te tomas tres copas, pero el día ha perdido sentido. Luego, cuando se trata de repasar el camino que te ha conducido a ese abismo, solo encuentras el grano de arena”. (Chever, 2018)
Cheever era un profundo devoto y sus cuentos están impregnados de un sentimiento americano que, sin embargo, no escatima al momento de mostrar las bajezas y los fracasos de los grandes proyectos.
Siempre hay un vaso de ginebra, un hombre desorientado y devotos religiosos que sostienen, a cuestas, matrimonios quebrados.
En sus cuentos, Cheever canaliza toda esa energía dispersa y caótica que puede verse en sus diarios. Así, relatos famosos como El Nadador, La Cura o La Geometría del Amor (esta última protagonizada por un fantasioso que le busca la forma a las emociones) son la mitificación de una población chata y sin horizontes; metáforas domésticas que sirven para dar cuenta de que el hondo misterio de la vida puede estar encerrado dentro de cuatro paredes.
Adiós hermano mío, por ejemplo, es la muestra cabal del fracaso de los reencuentros familiares. En este breve relato, “Tifty” (personaje llamado así por el sonido de sus chancletas al caminar) regresa a su hogar después de muchos años de ausencia. En el devenir de las cosas, Cheever nos muestra las frustraciones que conlleva esa necesidad imperiosa de la familia unida. No es casual que la casa en la que viven sus protagonistas se encuentre sobre un acantilado a punto de ser devorado por las olas.
En una entrevista realizada por el Paris Review en 1979, Cheever declaró sobre su método de escritura:
“No trabajo a partir de tramas. Trabajo con la intuición, la aprensión, los sueños, los conceptos. Los personajes y sucesos me llegan simultáneamente.
La trama implica la narrativa y un montón de basura. Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de que piense en ello como una convicción moral. Claro, uno no quiere aburrir… se necesita un elemento de suspenso. Pero la narrativa es una estructura rudimentaria, tan rudimentaria como un riñón.” (The Paris Review)
La correspondencia de John Cheever, publicada en Cartas (2019, Penguin Random House), expresa otra dimensión de la visa del escritor que contaba con numerosos secretos, entre ellos un sentimiento bisexual que saboteaba su propio matrimonio y un romanticismo exagerado que florece y marchita rápidamente.
“En los años treinta y cuarenta los hombres temían a la homosexualidad como los marineros antiguos temían rebasar los límites del océano en un mundo apoyado sobre el caparazón de una tortuga.” (Cheever, 2019)
Cheever cosechó una gran relación con escritores, antaño prestigiosos aunque hoy marginales, tales como John Updike o Saul Bellow (quien llegó a ser premio Nobel de Literatura), con quienes compartía la condición de críticos agudos del estilo de vida americano.
A pesar de haber publicado cuatro novelas (Crónicas de los Wapshot y el Escándalo de los Whapshot, Falconer y Esto parece el Paraíso) Cheever continúa siendo de esos escritores relegados al cuento, condición de la que renegó gran parte de su vida y que lo asoció a las publicaciones en revistas.
Ante todo, hablamos de un escritor de imaginación desbocada que busca satisfacer a su lector sin tejer moralejas ni apelar al realismo literario:
“…Palabras como verdad o realidad no tienen sentido más que enfrascadas en un incomprensible marco de referencias. Una buena parte de la conmoción cuando te cuentan una historia, se da a través de mentiras. Mentir es un ejercicio de prestidigitación que expone nuestros sentimientos más profundos”. (The Paris Review)
En esencia, la narrativa de John Cheever está poblada de los sinsabores de la vida cotidiana y de las ficciones familiares. La prueba irrefutable de que el vacío puede sentirse aún en un opulento barrio residencial, al calor de un fogón, frente a dos hijos y una esposa, y de que toda ficción conlleva una dosis agridulce de melancolía.
Federico Fiori es periodista e historiador. Estudió en la Universidad de La Plata. Además, trabajó como docente.
Actualmente trabaja en una de las tantas librerías de Buenos Aires.
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